¿QUIÉN ESTÁ SALVANDO EL CINE DE TERROR?
En septiembre de 2015 se anunció que Jordan Peele, un nombre en Estados Unidos asociado con un programa de sketches de Comedy Central, haría su debut tras las cámaras con Déjame salir amparado en la producción de la productora Blumhouse, propiedad de Jason Blum. Más de dos años después, el debut de Peele trajo a la compañía un premio Oscar a Mejor guion original, y se coló en el número cincuenta y uno de la lista de las cien películas mejor recibidas por la crítica en Rotten Tomatoes. El manejo magistral del tono, su facilidad para la sátira y su acercamiento a la subversión de estereotipos raciales hacen de Déjame salir una película para el aquí y ahora histórico de los Estados Unidos. Pero dejemos esto para más adelante y hablemos de números.
Para los estándares de la industria, Déjame salir es una película muy barata. El presupuesto no superó los cuatro millones y medio de dólares. Pero para los números manejados por Blumhouse, es una de las películas más caras que han producido nunca. La película, sin embargo, recaudó (tras 42 semanas en cartelera) la friolera de 56 veces su presupuesto. Jason Blum ha edificado su negocio manteniendo los costes a niveles muy bajos y esperando no perder dinero con cada producción: asumiendo riesgos, pero riesgos muy calculados. De esta forma, Blum estrena en 2009 una película como Paranormal Activity, que recauda trece mil veces su presupuesto y lanza a la productora hacia proyectos pequeños pero más atrevidos: así es como Blumhouse ha estrenado en la última década las franquicias de terror Paranormal Activity, La purga e Insidious; películas únicas, como las últimas de Shyamalan (La visita y Múltiple), el debut de Joel Edgerton en la dirección (El regalo), un wéstern de Ti West (El valle de la venganza) e incluso la cinco veces nominada Whiplash (que descubrió al mundo el talento de Damien Chazelle). Todas ellas películas que indican la voluntad de Blum por hacer evolucionar su productora artísticamente, siendo siempre fiel a la consigna que le ha hecho triunfar: mantener bajos los gastos generales. Porque los setenta nos enseñaron que el terror se puede hacer con muy poca pasta.
En el caso de Blumhouse, el éxito se mide primero con dinero, y luego con lo artístico. Y esto es así, esta es la industria que nosotros, como audiencia, hemos creado. El problema con las películas de terror siempre ha sido la audiencia. Y aún lo es, porque ahora parece que hemos olvidado lo que es el terror de verdad. Para mucha gente, una película es más terrorífica cuantos más sonidos fuertes tenga que te hagan saltar del asiento. Lo que en inglés se conoce como jump scare (que nos tomamos la libertad de no traducir) es la manera más fácil de conseguir un susto de la audiencia. Recompensa sin esfuerzo. Y siempre sigue el mismo patrón: el sonido abandona la película completamente (sin música, sin diálogo) y un ruido repentino te asusta a ti y a los personajes. Pero si la audiencia asocia el miedo en la película con ruidos fuertes y efectos de sonido, la película está construyendo horror hacia la nada. El clímax no puede ser efectivo porque la audiencia ha liberado toda la tensión demasiado pronto y demasiadas veces. El jump scare no es imperativo del género, pero sí se ha coronado como el recurso fácil para el cine de terror en las últimas décadas. Por suerte, Blumhouse ha contado en sus filas con directores de la talla de James Wan y Scott Derrickson, que pese a usar un lenguaje de terror que representa a las audiencias modernas, también respetan a los seguidores de un cine más maduro. Han llevado a gente al cine a ver terror, y eso está bien, porque el terror es un género estigmatizado y necesita de público para sobrevivir.
Entonces, Jason Blum ha revitalizado el género, aunque se podría discutir si su manera es la buena. Pero ¿quién lo ha hecho renacer? Porque, evidentemente, algo se está cociendo en el género de terror. Esto se le podría agradecer a A24, que ha elegido producir guiones que gravitan hacia un terror más psicológico: atmósfera y aumento de la tensión liberada en muy pequeñas dosis. Como Steve Rose escribe en su artículo para The Guardian «How post-horror movies are taking over cinema«, «los autores de terror están sustituyendo los jump scares por horror existencial». Pese a que no podamos aceptar su clasificación de películas «posterror» (¡que incluye en el nuevo género a A Ghost Story!), el artículo maneja ciertas reflexiones interesantes sobre las campañas de marketing publicitando películas de terror y la reacción adversa de cierta parte del público a estos títulos que, ahora sí, albergan un riesgo considerable. A24 nació en 2012, y en solo seis años de vida ya ha llevado una de sus producciones, Moonlight, un drama poético hecho con apenas un millón y medio de dólares de presupuesto, a ganar el premio más importante de la industria estadounidense: el Oscar a Mejor película. Las audiencias hemos encontrado en A24 un lugar seguro para películas provocadoras, sin miedo a empujar los límites del arte y liberadas del corsé de las majors hollywoodienses, más interesada en entregar buenas películas a la audiencia y dar libertad creativa a los autores que contrata.
A todo esto, deberíamos sumar el gran éxito de It, mejor estreno de septiembre (recaudó en su primer fin de semana 130 millones, setenta más que la película que ostentaba anteriormente el récord) y mayor recaudación de una película de terror (unos apabullantes setecientos millones), para reparar definitivamente en el gran estado de forma del terror. Pero ¿es la película de Andrés Muschietti una reacción a esta época dorada, o por otro lado responde a otra tendencia del cine reciente? Solo en los últimos dos años, películas como Buscando a Dory, Blair Witch, Jumanji: Bienvenidos a la jungla, La momia, Stranger Things, Cazafantasmas, Jason Bourne, Rogue One: Una historia de Star Wars, Jurassic World, Blade Runner o Star Trek: Más Allá (y que Dios nos perdone si no hemos sido capaces de contar la ingente cantidad de remakes de Disney capitalizando la nostalgia) se han dedicado a seguir una tendencia de la que, si queremos encontrar culpable, podemos remitir a J. J. Abrams y su Episodio VII. El gran éxito de It es el éxito de la nostalgia, lo viejo es nuevo otra vez, una reacción a la ola retro que copa las carteleras y las ficciones televisivas. Es una película perfecta para las audiencias del mainstream, para el espectador moderno, una representación directa de este (pero es ya tema para otro artículo). Y no quiere decir que sea mala, ninguna de la lista lo es per se. El filme de Muschietti redefine el terror como algo subjetivo (el payaso se aparece en multitud de formas, que se relacionan de forma íntima con los traumas de cada uno de los niños protagonistas), hace un grandísimo trabajo creando la atmósfera malsana en el pueblo de Derry que ideó Stephen King y es, en definitiva, una buena actualización del clásico de televisión de 1990. Sin embargo, no parece tan relevante para un análisis de la situación del cine de terror como el compromiso político de Déjame salir o el atrevimiento formal de Un lugar tranquilo.
En su mejor forma, el género de terror es un vehículo para mensajes políticos e ideológicos dirigidos a los problemas de su tiempo: se puede rastrear el origen de las películas de terror hasta una ansiedad tanto personal como social. Un reflejo distorsionado de su tiempo. Y tenemos varios ejemplos a lo largo de la historia del cine: La invasión de los ladrones de cuerpos, de Don Siegel, a mediados de los cincuenta (al final del macarthismo, en plena Guerra Fría), un filme en el que unas malvadas vainas extraterrestres predican la bondad de un sistema en que la individualidad es sustituida por una conciencia colectiva y que podía ser entendida como propaganda anticomunista; Zombi, de George A. Romero, a finales de los setenta, que a pesar de la violencia y el gore de sus escenas funciona como una sátira social contra el consumismo y el egoísmo personal; o el slasher, que usó las inseguridades asociadas al sexo adolescente como fuente de terror. En este último tipo de cintas se castigaba a sus personajes (en su gran mayoría pijos insoportables residentes en los suburbios) por los comportamientos habituales de un adolescente en plenitud. Como si de unos «ingredientes» se tratara, estandartes del género como Halloween, Pesadilla en Elm Street y Viernes 13 poseen ciertas características comunes: el asesino anónimo guiado por un deseo de venganza; policías, padres y sheriffs que solo aparecen para dejar clara su incompetencia; el sexo premarital; el consumo de alcohol o estupefacientes; y la chica virgen, la superviviente, la final girl destinada a ser perseguida por el asesino durante los últimos minutos de la película. Estos lugares comunes fueron parodiados por Drew Goddard y Joss Whedon en la excelente La cabaña en el bosque, deconstrucción posmoderna del slasher a la que se puede achacar la falta de una reflexión final, pero que funciona a las mil maravillas como un entretenimiento autoconsciente.
En los próximos artículos (aquí podéis acceder a la segunda y tercera parte de este especial) analizaremos doce películas con la intención de desentrañar las nuevas tendencias del cine de terror. No dejen de leernos.
Pol Llongueras