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CRÍTICA: HISTORIAS PARA NO DORMIR. TEMPORADA 2

El año pasado asistimos en Sitges al estreno de la nueva remesa de la mítica serie de Chicho Ibáñez Serrador. Cuatro directores como Paula Ortiz, Paco Plaza, Rodrigo Cortés y Rodrigo Sorogoyen acabaron dirigiendo lo que sin duda era un producto de calidad amparado por su propio trabajo, pero también por el inconfundible halo de la mítica serie Historias para no dormir. Tras aquel resultado excelente, un año más tarde regresamos al estreno de los cuatro episodios de la segunda temporada, esta vez rodados bajo la batuta de Jaume Balagueró, Salvador Calvo, Nacho Vigalondo y Alice Waddington y nuevamente bajo el sello de Prime. Visto el resultado final, una suerte de historias que se zambullen de lleno en la ciencia ficción, que recuperan el imaginario del terror gótico o que juegan en el terreno clásico de las casas encantadas y familias atrapadas en ellas, esta segunda temporada de Historias para no dormir se estrena pronto en Prime y el resultado, podemos afirmar, nos ha dejado sin aliento.

El primer capítulo que nos ocupa es El televisor. Si bien en la primera temporada de Historias para no dormir el director Paco Plaza (La abuela) dirigió el capítulo Freddy, cuyo historia retomaba la historia de un muñeco aparecido en la serie original de Chicho Ibáñez Serrador; en esta segunda, el director Jaume Balagueró, (compañero de Paco Plaza a los mandos de REC y quien allá en 2006 dirigió uno de los capítulos de Películas para no dormir, claro homenaje a la serie original donde el propio Ibáñez Serrador realizó una película propia) dirige ahora un capítulo homónimo que bebe directamente de una de las antiguas Historias para no dormir. Mientras que el protagonista de la historia de la obra original de la serie compraba un televisor a color, el protagonista del relato de Balagueró compra todo un complejo servicio de vigilancia para poder controlar desde el sofá todo lo que en su nueva casa ocurre. Al igual que en el relato homónimo original, el padre de familia, encarnado en la piel de Pablo Derqui (Los renglones torcidos de Dios, Dos) se verá totalmente sometido a las imágenes de las cámaras que pueblan el jardín y que podrá ver desde su televisor, pero el desarrollo que le seguirá poco tendrá que ver con el de la historia original de 1974. Quizá El televisor es la historia más floja de todas cuanto nos ocupa, no tanto por su estilismo y su maestría en la grabación, sino por el formato clásico de una historia que quizá ya se había contado otras veces. El producto, aún y así, se consume solo y la mano de Jaume Balagueró tras las cámaras sigue siendo un referente de calidad.

El trasplante es el nombre que recibe el segundo capítulo dirigido por Salvador Calvo (Adú) y narra este cómo en un futuro distópico no tan diferente a nuestra actualidad es posible regenerar nuestra propia piel hasta volver a ser jóvenes en cuerpos diferentes. Una pareja de ancianos (Ramón Barea, Petra Martínez) se enfrentará a un dilema: sólo uno podrá renovarse, mientras que el otro tendrá que esperar. La decisión condicionará toda la historia de su vida hasta un punto que jamás hubieran creído.

Este episodio es quizá uno de los dos más críticos de esta segunda temporada, puesto que recoge muy bien dos situaciones muy actuales como es el rechazo a la vejez como etapa final de la vida donde el cuerpo anciano queda arrinconado y es necesario la renovación para poder seguir estando en la sociedad y, por otro lado, nuestro sistema económico neoliberal llevado al extremo. El trasplante es duro, es crudo, es emotivo y es, por lo tanto, un episodio donde la ciencia ficción casa a la perfección con una historia que nos habla mucho de nosotros como sociedad y de nuestro mundo como máquina capitalista donde todo es vendible y comprable. Cargado de crítica, con un trabajo también acompañado de Carlos Cuevas y Javier Gutiérrez, este episodio merece la pena ser visto por su originalidad y por su temible pátina de crudeza y crueldad.

El tercer capítulo, La alarma, es el dirigido por Nacho Vigalondo (Nuestra bandera significa muerte, The comeback), y quizá aquel donde otro tipo de ciencia ficción es más palpable. Una pareja queda atrapada en una casa por un temporal que obliga a cualquier persona a permanecer dentro de sus hogares a causa de las quemaduras que provoca un agua demasiado ácida. A ambos les acompaña una familia amiga formada por el padre, la madre, la hija adolescente y el abuelo. Lo que en un principio era una rutinaria existencia bajo la lluvia poco a poco acabará transformándose en algo mucho más siniestro cuando demasiadas cosas empiecen a no encajar en la anormal normalidad en la que todos los habitantes de la casa se han acabado instalando, especialmente tras la llegada repentina del amante de uno de los miembros de esa pareja.

Al igual que con su ópera prima, Los cronocrímenes, Nacho Vigalondo dirige un capítulo redondo en su planteamiento que, aunque deja varios cabos sueltos, consigue levantar toda una historia de ciencia ficción con un material redondo con muy pocos recursos: una familia y sus acompañantes atrapados en una casa. Con reminiscencias lejanas de Solaris y ese planeta océano devenido en lluvia perenne capaz de conceder cualquier deseo, la inquietante ciencia ficción de Black Mirror e incluso planteamientos de un Gran Hermano donde una deidad hace y deshace los comportamientos sociales del interior de un hogar, La alarma es un regalo que puede ser observado desde múltiples prismas y que nos recuerda demasiado bien a nuestro particular confinamiento. Al fin y al cabo, lo inquietante no necesariamente está fuera, sino que puede dormir a nuestro lado.

La pesadilla, en cambio, es un cuento gótico heredero de todo nuestro cine de terror rural ambientado en la vieja Galicia. Con reminiscencias de El bosque del lobo o Romasanta, dos títulos de donde podemos atisbar parte del imaginario de este último capítulo tales como las comunidades rurales cerradas, la presencia del extranjero venido a perturbar la paz del lugar o las víctimas sucesivas de una bestia insaciable, La pesadilla es un cuento de terror clásico que nos habla de un terror que no mora tanto en lo externo sino en el propio ser humano; el machismo o el racismo son ejes vertebradores de un relato del fantástico del que bien se nota que hay una mano femenina detrás, y es que la historia de una pequeña comunidad rural en el siglo XIX donde se multiplican los asesinatos inexplicables y donde la cabeza de turco es el extranjero recién llegado podía llegar a ser muy repetitiva, pero la dimensión social y crítica que la directora Alice Waddington (I’m Being me, Paradise Hills) le añade le da una vuelta de tuerca hasta convertir la pieza en un relato que habla más sobre el mal humano que aquel sobrenatural.

La segunda temporada de Historias para no dormir es, como la primera, un caramelito que se degusta con placer, con ese deleite del cuento de terror donde uno espera ver al monstruo aparecer, ese final que lo cambia y lo condiciona todo, o, incluso, esa monotonía demasiado real y demasiado extraña como para ser cierta. Esta segunda temporada nos confirma que Historias para no dormir sigue bien viva y que sigue siendo un producto que apuesta como pocos por la originalidad y la calidad de unas historias que pueden dejarnos todavía con muchas noches sin dormir.

Javier Alpáñez

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