POR QUÉ VOLVER A ZOMBIELAND
Habían pasado cinco años desde el estreno de Zombies party, que algo haría para recibir esa horrible denominación (una más) pues en inglés se tituló Shaun of the dead, algo así como un Tarzán de los monos moderno, pero con muertos. Protagonizada por Simon Pegg y Nick Frost, sirvió como punto de partida de la llamada “Trilogía del Cornetto” o The Three Flavors Cornetto trilogy, que recibe ese nombre porque en sus tres partes aparece este helado en algún momento, pero quizá también por sus tres sabores (zombies, asesinos en serie y robots). Son, a su vez, los elementos principales de sus tres películas: Zombies party, Arma fatal y Bienvenidos al fin del mundo (simplemente The world’s end en su versión original, y quizá de ahí venga el título de la película que a continuación vamos a tratar). Se intuía una habilidad en su director, Edgar Wright, para hacer cine combinando géneros y homenajear a sus referentes, para recurrir al tópico de ese adulto que no quiere terminar de alejarse del niño, explorando sin duda sus propios fantasmas. Y, por cierto, a él sí debió gustarle la traducción española de su primera película importante ya que en Arma fatal podemos encontrar un DVD de esta edición en la estantería que ojea Nick Frost.
Hay mucho de Zombies party en Bienvenidos a Zombieland. También de George A. Romero, claro. Es lo que tiene ser el padre del género. Pero el debut de Ruben Fleischer coge más el testigo de esa “comedia romántica de zombies” que había avanzado Wright. Probablemente sea su película más destacada, aunque no quedará por citar Gangster Squad: Brigada de élite (esa especie de remake de Los intocables de Eliot Ness), su aportación en Santa Clarita Diet (dirigiendo los dos primeros capítulos), y Venom. Hace diez años de aquella primera entrega y, como está al caer la segunda (Zombieland: Mata y remata), qué mejor ocasión para hablar de todas las cosas destacables de la obra primigenia que, por cierto, había nacido inicialmente como el capítulo piloto de una serie. Eso explica en parte la sensación de cortes que hay (a lo largo del resto de episodios se iban a nombrar todas las reglas, iba a haber más mata zombies de la semana, etc.). El guion gustó tanto en algún despacho que prefirieron hacer una película antes que una serie. Sin duda era otro tiempo.
Los zombies según Flesicher
Existen diversos tipos de zombies en el cine. Tenemos, por ejemplo, los zombies vudú, que vienen a ser los originales y que encuentran su inicio en la hechicería para llegar al control de las mentes (La legión de los hombres sin alma o Yo anduve con un zombie). Encontramos también los creados por Romero, caracterizados por su paso lento y por ser más bien estúpidos (La noche de los muertos vivientes), y no es hasta La tierra de los muertos vivientes que ganan algunas neuronas extra y uno de ellos es capaz de liderar al resto. Entre otros muchos tipos de zombie que nos saltamos por motivo de espacio están los infectados, que no son muertos vivientes como tal, sino que son más bien personas contagiadas por una u otra razón y eso les vuelve tremendamente agresivos y hambrientos. Este último tipo es el que se emplea en Bienvenidos a Zombieland y que había aparecido por primera vez en 28 días después, de Danny Boyle.
En la película que nos ocupa, al igual que en la mayoría de producciones de este tipo, el origen del virus oscila entre lo misterioso y lo irrelevante. En este caso se nombra de forma muy somera que todo había empezado por una hamburguesa contaminada, pero qué importa, no va de eso. Del virus sólo se dice que es de acción rápida, que produce inflamación cerebral, que te vuelve violento y que te da mucha hambre. También varía el nivel de llamémoslo inteligencia que tengan los bichos (“los zombies no tardaron en empezar a espabilar”, es decir, estos aprenden), y la forma de acabar con ellos (aquí basta con dos tiros en la cabeza, y a otra cosa).
Ya que hemos dado unas cuantas referencias, no debemos olvidar una película fundamental en todo esto y que, además, es española: No profanar el sueño de los muertos, de Jorge Grau. También citaremos dos lecturas: la interesante reflexión de Max Brooks (hijo de Mel Brooks), Guerra Mundial Z (de esas veces que la película no hace justicia al libro) donde habla de qué consecuencias políticas, sociales y económicas tendrían unos hechos de este calibre en la realidad, y Zombi – Guía de supervivencia, donde lleva a cabo algo parecido a esas normas que vemos en Zombieland.
Los personajes
Una de las cosas que llaman la atención de Bienvenidos a Zombieland es la escasa cantidad de personajes, al menos de los que no llevan maquillaje. El protagonista es Jesse Eisenberg, que a decir verdad ya traía esa pinta de pringao de casa, por lo que se intuye que meterse en la piel de este chaval no debió costarle demasiado trabajo. Es un personaje arquetípico que cuenta más bien pocos amigos y que sólo quiere encontrar una chica a la que presentar a sus padres y a la que llamar novia. Nada nuevo hasta el momento. Algo que por cierto se le aguanta regular porque, a ver, hay más cosas en la vida con las que obsesionarse. Tampoco un apocalipsis zombie parece el mejor sitio para jugar a First dates. Ataviado con camisa y sudadera, este tío al que terminan llamando Columbus se ajusta a la imagen de adolescente looser que sueña de lejos con la capitana de las animadoras y que en algún momento le llega la oportunidad de convertirse en el héroe del asunto. Sólo en la ficción, claro. Es como si dijera demasiados tacos aprovechando que sus padres no están en casa. Refleja que si tu vida es una mierda siempre podría ser peor con zombies. O no. A saber.
Columbus ha ido creando una serie de reglas que le permitan terminar el día con todos los miembros su sitio. Tener buen fondo físico, que va a tocar correr; double tap, mata y remata, que no hemos llegado hasta aquí para escatimar en balas; usar el cinturón de seguridad, etc. Vemos también lo que les ocurre a los que no han sabido plantearse estas reglas. El chico vive en Garland, Texas, una ciudad que define como “cutre, pero no es por los zombies, ha sido así siempre”. Hemos visto fotos y no está tan mal. Una de las ventajas de no tener amigos es la falta de lazos afectivos que te lastren y te dificulten sobrevivir pensando únicamente en ti. Pero tener amigos también está bien, la verdad. De hecho, la séptima regla tiene que ver con eso mismo: viaja ligero. No se refiere sólo al equipaje, claro.
No tarda en aparecer un tipo con pinta de vaquero, armado hasta los dientes, chupa de cuero y sombrero de Cocodrilo Dundee, que opta por no dar nombres para “no intimar”. Este será Tallahassee (Woody Harrelson), un hombre al que le obsesionan los Twinkies y matar zombies. Poco después se unen dos hermanas, Wichita y Little Rock (Emma Stone y Abigail Breslin), que les engañan una y otra vez simplemente porque sí, porque es lo que llevan haciendo toda su vida. Y ahí está Columbus, que entre persecuciones y tiros sólo puede pensar en qué una está buena.
En estos casos (personas ante el peligro, obligados a entenderse si quieren sobrevivir a la noche) siempre es interesante cómo se retratan las relaciones humanas. Siempre surge el conflicto: todos quieren sobrevivir a su manera, todos pretenden llevar la razón y la única realidad es que ninguno se ha enfrentado a nada parecido jamás. Esto lo vemos en Alien, en la propia La noche de los muertos vivientes o en La cosa (El enigma de otro mundo) y de hecho en la mayoría de películas de John Carpenter (gente encerrada con el malo fuera). En este caso, sólo la asunción de las respectivas pérdidas y su doloroso recuerdo les hace empezar a colaborar.
Las referencias
El cameo de Bill Murray y el teatrillo de Cazafantasmas no son la única referencia que se hace al cine. Hay una buena cantidad de bromas internas como cuando, al ver que en la mansión no hay Twinkies, Wichita recuerda que ella ya avisó de que “teníamos que haber ido a la de Russell Crowe”. Pobre Russell. O cuando Columbus, resignado, y quizá acostumbrado a buscar el rayo de sol entre las nubes (recordemos lo de los amigos), dice que “lo mejor de Zombieland es que no tienes que actualizar Facebook, ni aumentas amigos por momentos”. Pues no parece muy creíble que este chico haya sido excesivamente popular en algún momento, pero, ¿y Mark Zuckerberg? Ojo, que La red social llegó sólo un año después y también estaba protagonizada por Jesse Eisenberg. Por cierto, en su lecho de muerte, Bill Murray se arrepiente “de lo de Garfield”.
¿Qué es lo de Garfield? Murray había recibido un guion que comenzó a leer por encima hasta ver que estaba firmado por Joel Coen. No se hable más, debió pensar. Llevaba tiempo admirando a esos dos hermanos genuinos y se moría de ganas por trabajar con ellos. Lo malo es que no se dio cuenta de una ligera salvedad. No ponía exactamente eso: ponía Joel Cohen. Cohen es un guionista habitual de películas familiares, y entre su obra encontramos Toy Story o Doce en casa. Nada que ver con Fargo, la verdad. Así es como Bill Murray se vio obligado a, sin saberlo, poner voz al gato naranja que comía pizza.
En realidad esta no es ni de lejos la mejor película del género, pero viene a ser algo diferente y con diversos motivos para el recuerdo: sus premios de mata zombie de la semana; el cameo de Bill Murray, que vive como si nada (“he ido a jugar al golf, no había nadie”) y se maquilla como un muerto porque le gusta “salir, hacer cosas”; la ambientación (esas ciudades destruidas, coches abandonados, tanques, aviones caídos y partidos por la mitad, atascos ya sin gente en las autopistas); el personaje autoconstruido de Woody Harrelson, casi como salido de Asesinos natos o del universo de Tarantino…
Respecto a la aparición de Bill Murray, se ofreció el cameo a Matthew McConaughey, a Patrick Swayze, a Dwayne Johnson, a Jean-Claude Van Damme y a Silvester Stallone y, fíjate tú, ninguno quiso aparecer.
Otro de los atractivos de las películas de zombies son esa inmensidad de mundo abierto lleno de peligros, algo que rima perfectamente con el cine del Oeste. En ese sentido, Tallahassee celebra que “podemos ir a donde queramos: mañana puedo estar en Yellowstone o colgándome de las lámparas de la mansión Playboy”. Ojalá fuera tan sencillo, porque efectivamente puedes ir a donde quieras y sin embargo no hay ningún sitio al que ir. Como Pacific Playland, el parque de atracciones al que Wichita y Llittle Rock iban de pequeñas. Ese lugar ya sólo está en su memoria y, cuando han conseguido su objetivo, cuando por fin son felices en lo alto de una atracción, las luces atraen a una horda de zombies sin cerebro con intención de joder el momento. La metáfora es grandiosa.
Ese momento es tremendo: con ellas dos atrapadas y rodeadas en la lanzadera, gastando las últimas balas, han llegado los refuerzos y da comienzo la batalla final en el parque de atracciones. Con Woody Harrelson encerrado dentro de una caseta de peluches, rodeado de zombies, en plan épico, con ese tema de Estasi dell anima de David Sardy que nos transporta al espagueti western.
La película acaba bien porque es una comedia y es lo que se espera de ella, pero ni es lo habitual ni esta es la última batalla. Aquí no se nombra, pero da exactamente igual lo que hagas, cómo sobrevivas o cómo te lleves con otros humanos: ellos son muchísimos y no hay esperanza.
Por otra parte, el hecho de que Columbus y Wichita terminen juntos tiene dos posibles lecturas. Por un lado: bien, chaval, has demostrado que te la juegas por la gente que te importa cuando las cosas se ponen feas. Por otro: también es verdad que eres el último tío de su edad en la tierra.
Pablo Núñez Noriega