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ANIVERSARIO BERLANGA: PLÁCIDO (1961)

Como hemos podido ver por el primer, segundo, tercer y cuarto artículo anteriores, Luis García Berlanga ha levantado una grandísima obra acerca de la realidad del franquismo desde los recortes que le imponía la censura, pero también desde el pensamiento avispado de aquel que se ve constantemente acechado y tiene que levantar trampas invisibles para sortear los diques inquisitoriales de la dictadura. Después de haber rodado una fábula moral sobre la santería en España con Los jueves, milagro (1957), el director valenciano recoge el guante del catolicismo y consigue crear en 1961 un cuento de navidad de nombre Plácido, fruto amargo de una nochebuena berlanguiana, con todo lo que eso conlleva. Ingente retratista de la época que le tocó vivir, Berlanga aquí hace un análisis con precisión de bisturí de la moral católica tradicional del franquismo que, si bien se acercaba en la mencionada película de San Dimas, lo hace en esta por otros derroteros poniéndole rostro a la hipocresía de una sociedad obnubilada por el acto de la caridad, pero hipócrita en sus planteamientos.

Se acerca la nochebuena, esa noche de paz, amor y fraternidad, pero Plácido (Cassen) no podrá pagar unas letras que le quedan a deber. Su familia, que sobrevive como puede en los lavabos públicos de un parque donde ha acabado construyendo su hogar, se prepara, pese a las carencias, para la cena de esa noche, pero antes deberán acompañar al padre de familia a hablar con aquellos que le ayudarán a solucionar el problema de esas deudas para que no le retiren su vehículo de trabajo, el motocarro. Mientras tanto, las familias pudientes de la ciudad preparan su campaña “Ponga a un pobre a su mesa”, con la que pretenden recoger a las familias menos pudientes de la ciudad para sentarlas a su mesa durante esa noche y demostrar así su caridad cristiana. La comedia de enredos berlanguiana poco tardará en aflorar en una película que desmontará los mimbres sobre los que se sostiene una caridad mal entendida y peor llevada a la práctica mientras asistimos a la agonía de una familia por satisfacer las veleidades de una clase acomodada indiferente ante los problemas ajenos, pese a cualquier campaña de conciencia social para lavar sus culpas.

Tras realizar el visionado de esta película, el espectador se queda sin aliento y todavía le cuesta olvidar algunos momentos una vez se apaga la pantalla. Dos tipos de familias y, por ende, formas de vivir, son los que quedan retratados en esta película y ninguna de ellas es capaz de sobrevivir sin la otra, para mal del espectador y de la sociedad que Berlanga quiere retratar. Las clases obreras vivirán siempre de las migajas del rico para quien los pobres son sólo una excusa para lavar su conciencia. La presencia de dichos pobres a la mesa de los ricos deja bien claro el mensaje que se quiere transmitir, ya que el pobre, nombrado infinidad de veces como un elemento más de la cena como puede ser el pavo, el champán o los turrones, no es más que la palabra repetida hasta la saciedad que por entrar en bucle pierde todo su sentido original y queda únicamente usada para bien mayor de esas clases que necesitan tener a una persona pobre en su mesa durante la nochebuena para sentirse buenos cristianos. Así pues, los ricos siempre necesitarán de esos pobres a los que tanto critican, pero que tan bien quedan en una cena de nochebuena. La campaña se monta gracias a ellos, su difusión es gracias a ellos, debido a ellos se mueve la trama en toda la película y gracias a su ayuda inestimable consiguen salir adelante en muchas situaciones en las que, de otro modo, hubiera sido imposible sobrevivir sin ellos. El retrato de Berlanga es claro desde el principio: ambos se necesitan mutuamente. Sin embargo, lo que hará desentonar este supuesto equilibrio es que unos parten de la situación del privilegio y otros no.

La flecha ácida del director no sólo se dirige hacia esas clases con nombres y apellidos de una ciudad innombrada que resulta ser Manresa, en Cataluña, sino que pone en el centro de la diana el funcionamiento de todo un sistema social de la dictadura basado en la caridad mal entendida de unos ricos demasiado avarientos que sólo ven en el pobre la oportunidad para sentirse bien con ellos mismos, pero al que nunca se asocia como el deshecho de un sistema injusto y triturador. De entre todas esas figuras hipócritas, el personaje de Gabino Quintanilla (José Luis López Vázquez), es quizá el más inquietante. Yerno de la familia que ha organizado esa campaña en la ciudad, predispuesto siempre a ayudar a sus suegros, no dudará en someter incluso a la propia familia de Plácido a una noche fría por tal de quedar bien frente a una familia de rancio abolengo a la que quiere pertenecer sea como sea.

Si la burguesía franquista no sale demasiado bien parada de este trance, la figura de Plácido, sin embargo, se acrecienta a cada minuto de película hasta regalarnos uno de los personajes más tiernos que el cine de Berlanga jamás haya dado. La capacidad de Plácido para enternecer el corazón y conmovernos con su amabilidad y su paciencia rebosa cada fotograma en el que sale hasta crear uno de los personajes más conmovedores del cine español. Ni siquiera en un final que deja el corazón helado, Plácido, personaje cuyo nombre hace honor a su forma de ser, pierde su paciencia y perseverancia, pero tampoco olvida, con dolor y bajo ninguna circunstancia, el lugar que le ha sido adscrito socialmente, quizá el mensaje más duro de esta película.

Podríamos mencionar como aspecto técnico a considerar la grabación de varios planos secuencia como son el inicio de la película con la cabalgata de la tarde de nochebuena, el recorrido por las calles de la ciudad o las imágenes del interior de las casas, técnicas narrativas que conseguirán llevar el cine de Berlanga a un estadio superior. Los repartos corales de los guiones del director valenciano cobran aquí un dinamismo nunca antes visto en sus películas, pero su éxito es rotundo, ya que el barroquismo de una escena que peligrosamente podría haber sido caótica se convierte en un interesante fresco sobre la vida de una ciudad en ebullición.

Plácido (1961) viene dos años antes de El verdugo (1963), pero su humor será todavía más corrosivo que el de la película sobre la pena de muerte. El tándem formado por Berlanga y Azcona se pone por segunda vez en marcha tras el rodaje de Se vende un tranvía (1959), pero en esta ocasión se le suman José Luis Colina y José Luis Font. La colaboración de Azcona añadirá un humor negro, negrísimo que tendrá su mejor plasmación en El verdugo (1963), pero que empezará a notarse en esta película que nos ocupa. El mejor ejemplo para entender la genialidad de este dúo sea quizá que esta película fue nominada al Oscar a Mejor película extranjera en 1962.

Javier Alpáñez

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