ORSON WELLES: LA ANTÍTESIS DE UN GENIO (II)
Si en nuestra primera entrega del especial Orson Welles abordábamos sus brillantes inicios como comunicador, en esta entrega vamos a completar nuestra mirada, centrándonos en su carrera como director de cine en Hollywood.
La guerra contra las majors
Orson Welles no caía bien en Hollywood. Las grandes estrellas y los productores veían en Welles a un loco, a un bicho raro bohemio que quería desestructurar su sistema de creación masiva de películas. En definitiva, veían en él a un tipo de cineasta que no encajaba con el patrón que se había estructurado dentro de la figura del director.
En el sistema de estudios, la calidad no iba ligada a la cantidad: era como una fábrica masiva de películas donde el único propósito era el éxito en taquilla. Los magnates no eran estudiosos del cine (de hecho, muchos de ellos no sentían un interés demasiado especial por el séptimo arte). No veían el cine como una forma de reivindicar un tema de importancia social o para hacer una crítica sobre algún asunto de interés mediático. Ellos solo entendían una palabra: dinero.
Welles, por el contrario, consideraba que se estaba aturullando a la sociedad contándoles historias carentes de toda emoción, cuyo único y firme propósito era el del entretenimiento. Para él, una buena película debía mostrar algo más que una estructura básica de enlace, nudo y desenlace: debía invitar a pensar al espectador, hacerle analizar elementos de la sociedad en la que vivía, enseñarle una moraleja o simplemente mostrarle la cara más cruda del ser humano. Ese es un rasgo que se ve en muchas de sus películas, como La dama de Shanghai, Sed de mal, Otelo, etc. En todas ellas, los personajes viven en un constante tormento y se cuestionan acerca de infinidad de temas relacionados con la propia naturaleza humana. Podríamos decir que Welles fue quizás el primer director humanista del cine norteamericano, ya que su interés se basaba más en el trasfondo de los personajes que en la propia historia en sí. Aunque estuvo inspirado por grandes genios como John Ford, Welles siempre tuvo un estilo característico que le hizo resaltar de entre la multitud, pero, al igual que su genio y maestría han sido valorados con el paso del tiempo, también cabe destacar uno de sus mayores defectos: el derroche.
Le encantaba aparentar, y para poder jactarse y alardear de forma maestra, aparte de mucha labia se necesita un fajo de billetes en el bolsillo. Tras el fracaso de Ciudadano Kane, Orson se enfrascó en la segunda película, que debía hacer según el contrato con la RKO. Por esta razón, comenzó los preparativos de El cuarto mandamiento, aunque finalmente no pudo participar en su montaje y culpó a los estudios de destrozar la película. Pero mientras se encontraba en una mar de idas y venidas en la realización de dicha película, se tomó un descanso para viajar a Brasil y rodar un documental sobre los carnavales de Río de Janeiro. Lo que en un principio iba a ser una corta estancia grabando un contenido audiovisual meramente turístico se convirtió en un largo lapso de tiempo en tierras brasileñas grabando las dos caras de la moneda: la fiesta y la miseria.
Orson siempre tuvo claro que en cualquier asunto en el que se introdujese llegaría hasta el final, y Brasil no fue diferente. Tras grabar un poco más acerca del origen del baile en las favelas donde la miseria abundaba, Welles decidió plasmar también la vida de los jangadeiros, cuyas condiciones de vida eran tan precarias que encajaban perfectamente en la contraposición de la frivolidad de las fiestas de Río. Ese derroche de dinero, unido a la demora en el tiempo, provoco que la RKO instase a Welles de forma reiterada su vuelta inmediata a los Estados Unidos para finalizar el rodaje de la película que había dejado a medio hacer. Finalmente, Welles volvió a los Estados Unidos, abatido porque su trabajo en Brasil no viese la luz y por ver cómo su película estaba siendo mancillada en la sala de montaje de los estudios que, ahora, no veían con tan buenos ojos al niño prodigio.
Tras una implicación en dos proyectos que jamás vieron la luz y algún que otro trabajo como actor, Welles centro su atención y todas sus energías en lograr algo a lo que nunca antes se había enfrentado: la atención de una mujer. Corría el año 1943 y, por aquel entonces, Rita Hayworth, la guapa y fulgurante pelirroja que representaba a la Columbia Pictures, había aparecido en un numero de la revista LIFE con un sugerente camisón de satén. Orson quedó tan maravillado por la foto que se propuso convertirla en su esposa (y lo más gracioso de todo fue que lo logró).
Después de mucho insistir, consiguió finalmente que Rita accediese a salir con él y, aunque a priori no lo pensó, esta relación le aportó bastantes gratificaciones. Rita Hayworth ya se había labrado una fama dentro del círculo de los estudios. Aunque aún no había llegado el papel que la hiciese brillar y la convirtiese en leyenda, lo cierto es que su espectacular físico había acompañado a los soldados norteamericanos en el frente y había ocupado la portada de numerosas revistas. De dicha unión comenzaron a surgir chismes de todo tipo entre bastidores, hasta tal punto que la prensa apodó a la nueva pareja “la bella y el cerebro”; sin embargo, y pese al revuelo mediático que surgió a raíz del romance entre el niño prodigio y la diva de la Columbia, la realidad es que había una persona que nunca vio con buenos ojos dicha unión: Harry Cohn, productor de la Columbia.
No obstante, ese pequeño detalle no influyó para que Welles siguiese adelante con sus proyectos. La última película que realizo del contrato con la RKO fue El extraño, protagonizada por él mismo y Loretta Young. En dicha película, Welles no se involucró a nivel personal, pero demostró a los productores que también era un director capaz de cumplir con el plazo y presupuesto establecido. Pero el verdadero revuelo que le cerró a Welles las puertas del cine norteamericano por una larga temporada fue, sin duda, una de sus películas más polémicas, La dama de Shanghai, protagonizada por Rita, que en ese momento se encontraba en trámites de divorcio del cineasta. Rita había estrenado en 1946 Gilda, película que la catapultó a la fama internacional y la convirtió en un icono dentro de la historia del cine. Así, la idea de Orson de cortar su cabellera rojiza y teñirla de rubio topacio no fue la elección más acertada: no solo enfureció a Harry Cohn, el productor de la película, sino que vendió el material del cambio de imagen de Rita a la prensa.
Muchos han dicho que todo fue la venganza de Orson para arruinar a Rita, pero lo cierto es que él mismo ha desmentido en numeras ocasiones dicha anécdota. Fuese cual fuese la intención de Welles, La dama de Shanghai fue un fracaso de taquilla, pero nos dejó para el recuerdo la mítica escena de los espejos a la que otros refutados directores han homenaje en sus películas, como es el caso de Woody Allen en Misterioso asesinato en Manhattan.
Tras el último patinazo en los albores del sistema de estudios, a Orson se le presentaba un nuevo periodo de su vida que, aunque convulso y más mísero, le permitió desarrollar con mayor libertad su arte.
Exilio a Europa y decadencia
Después de su último fracaso comercial, Orson jugó una de sus últimas cartas: adaptar al fin la obra de Shakespeare Macbeth. Con un presupuesto muy ajustado y un periodo de tiempo reducido, volvió a demostrar que era capaz de ser efectivo si se lo proponía. El resultado final fue una de las mejores adaptaciones del clásico de Shakespeare que se han llevado a la pantalla; no obstante, esta vez tampoco contó con el beneplácito del público.
En 1949 llegaría una de las interpretaciones por las que probablemente más se le conoce: en la producción británica El tercer hombre, de Carol Reed, Orson encarnó a Frank Lime. El atuendo de este y la melodía compuesta por Redd se convirtieron en la seña de identidad de Welles.
Tras ganar algo de dinero con varias interpretaciones en películas, por fin pudo adentrarse en su siguiente proyecto cinematográfico, Otelo. Bien es sabido que la adaptación de obras maestras de la literatura no era algo que desalentara a Orson; una vez más, su adaptación de un clásico de Shakespeare fue brillante, aunque eso sí, para llevarlo a cabo tuvo que viajar a Marruecos y paralizar el rodaje durante un prolongado lapso de tiempo.
Al finalizar Otelo, Welles se exilió durante varios años en Europa, continente donde sentía una mayor libertad creativa y en el que cual no tenía que sufrir las miradas burlonas de los sectores frívolos hollywoodienses. Fue precisamente en nuestro país, España, donde se encontró más cómodo y disfrutó de su amor por nuestra cultura.
De su andadura en territorio europeo destacan títulos como Mister Arkadin, El proceso o Campanadas a medianoche. Sin embargo, volvió una vez más a la industria que le repudio para realizar probablemente una de las mejores películas de su carrera, Sed de mal, protagonizada por Charlton Heston, y en la cual participó su buena amiga Marlene Dietrich. Orson demostró, una vez más, que era un genio tras la cámara. Más experimentado que a sus 25 años en la dirección de Kane y pese a excederse (para no perder su insana costumbre) en el presupuesto y el tiempo, Welles nos regaló uno de los mejores planos secuencia de la historia del cine en una de las películas que marcaron el fin de la era dorada del cine negro en la industria estadounidense.
Legado y muerte
El talento de Orson Welles se apagó un 10 de octubre de 1985, cuando, tras sufrir un infarto, cayó sobre su máquina de escribir. Probablemente su legado cinematográfico hubiese sido mayor de haber conseguido el presupuesto que le faltó para finalizar muchos de sus proyectos, así como la libertad artística que no supieron ofrecerle las majors.
Un director incomprendido, avanzado a su tiempo y de gran personalidad, cuya visión del cine se anticipó al menos tres décadas, pero que sirvió de inspiración para esa generación de cineastas que rompieron con los esquemas de un sistema de estudios ya caduco y sacudieron la forma de narrar las películas en los Estados Unidos. Como bien dijo Martin Scorsese, Orson Welles fue el predecesor del nuevo cine contemporáneo, el maestro de aquella generación de jóvenes alocados y rebeldes que quisieron transformar la forma de hacer cine. Él simplemente se limitó a ser Orson, Orson Welles.
Claudia BM