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HOMENAJE A CARLOS SAURA: ANA Y LOS LOBOS (1973)

Carlos Saura empezó su andadura cinematográfica observando el cine neorrealista italiano en su película Los golfos (1960), forjó los pilares esenciales de su cine crítico contra la cruel burguesía española ganadora de una guerra en La caza (1966) y afiló más si cabe su propuesta contra esa clase dirigente provinciana y apegada al pasado en Peppermint frappé (1967). En este cuarto artículo saltamos a una película de 1973, dos años antes de la muerte del dictador, donde retrata con toda su crudeza a esa clase dirigente española con sus tres pilares civiles, militar y eclesiástico desde los ojos de una familia y no únicamente desde la mirada masculina como en las anteriores películas. Hablamos de Ana y los lobos.

Ana (Geraldine Chaplin) es una institutriz británica que llega a una casa aislada de Madrid. En ella mora una familia que parece vivir todavía de espaldas al presente, una familia enraizada a un pasado que pronto dejará de existir y cuyos niños pequeños Ana tendrá que cuidar. Tomando como ejemplo las historias de institutrices que llegan a una vieja mansión ocupada por fantasmas más reales que ficticios o incluso las relaciones retorcidas de la obra de Dostoievski Los hermanos Karamazov, la película narra cómo Ana tendrá que lidiar no sólo con los niños y una vieja y dominante matriarca desatada (Rafaela Aparicio), sino con tres adultos, hijos los tres de la matriarca, en la carne de un militar, un depredador sexual y un místico cristiano. Los tres se obsesionan con Ana, quien quedará sometida poco a poco al escrutinio de los tres lobos que la cercarán irremediablemente bajo la indiferencia de una familia acostumbrada a la violencia cotidiana sobre la que creció.

Desde el mismo inicio de la película con unos créditos surcados por las fotografías silenciosas de la familia, Saura nos transporta a un marco familiar asfixiante y enrarecido donde el personaje de Ana se adentra junto a los espectadores en la locura colectiva a la que se ha sometido dicha familia. Creador de atmósferas opresivas donde personajes con múltiples aristas están destinados irremediablemente a chocar, Saura crea y se recrea en esta película en la locura contemplativa de un núcleo familiar que muchas veces roza el terror, aunque el verdadero horror se halle en el corazón de sus personajes. Todos juntos parecemos asistir al espectáculo de una familia que ha perdido el norte sometida a una matriarca dominante y terrible a través de la mirada exterior que Saura y Chaplin nos imponen y es en esa locura terrible cuando unos y otros acaban viendo lo que realmente desean ver. La telaraña a la que somos sometidos como espectadores convierte a la película en un magnífico ejercicio de introspección colectiva donde cada uno de los personajes tiene algo que decir y aportar, pero donde los tres lobos, a su vez, convierten a Ana en lo que cada uno espera de ella: la criada, el fetiche erótico y la compañera mística.

Si Saura nos sorprende en sus películas con elementos creativos como es la voz en off en La caza o las escenas en blanco y negro en Peppermint frappé que potencian una narración ya de por sí liberada, en esta ocasión el director se permite penetrar en el fantástico en determinados momentos, como el momento en que el personaje místico de Fernando (Fernando Fernán Gómez) llega incluso a levitar. Esa mirada del espectador totalmente sometida a la pantalla quedará también fijamente atrapada en momentos puntuales como cuando las tres niñas rescatan del barro a Dolly, la muñeca enterrada, momento turbio como pocos que nos dice que la locura de esta familia puede hallarse en cualquier momento de la película.

Saura con los años acabó siendo un maestro de espacios cerrados y asfixiantes donde sus personajes cargados de violencia acabarán explotando y precipitando la tragedia, pero la violencia contenida en esta cinta supera con creces a las anteriores obras del autor, quizás hasta un punto ofensivo que provoca que la propia narración se doblegue sobre sí misma. Fundadora de una casa para cuyos miembros no existe otra forma de relación posible, especialmente cuando se nos muestra el patrimonio militar como los cimientos de dicha casa, la violencia se constituye no sólo en la relación entre los miembros de esta familia de roles indefinidos, sino que acaba siendo discutida como corazón de un tipo de educación cuestionable que acaba llevando a sus educados a la locura. La violencia caerá y recaerá de diversas y múltiples formas sobre el personaje de Ana sobre el cual culminará una película cuyo título hará honor a su propia narración.

Con un Fernando Fernán Gómez quizás más contenido de lo habitual, pero consciente de la locura de una familia desatada; una Geraldine Chaplin que desde bien joven demostró por qué es quien es, un José María Prada y un José Vivó correctos en sus papeles y en sus obsesiones y una Rafaela Aparicio desatada en un papel que parece escrito para ella y que da buena cuenta de la represión a la que ha tenido que tener sometidos a sus hijos, la película es un relato sobre la violencia y sobre la inmoralidad de las clases superiores que no soltará al espectador hasta su mismísimo final.

Javier Alpáñez

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