¡ME CAGO EN GODARD!
George Lucas es uno de los directores más importantes del cine norteamericano de finales del siglo pasado (con la particularidad de haber dirigido apenas 6 títulos) y también fue un destacado alumno que buceó en las fuentes de la antropología, la sociología y la literatura, un aspecto definitivo para empujarle a descubrir la obra de Joseph Campbell, escritor y mitólogo estadounidense que aisló un patrón recurrente que se repetía en la tradición oral de prácticamente todas las culturas. Campbell analizó y articuló este patrón en su obra El héroe de las mil caras (1949) y le bautizó con el término «monomito», también conocido como «El viaje del héroe«, un recurso narrativo del que Lucas echó mano en La guerra de las galaxias (hoy rebautizada como Una nueva esperanza), probablemente el ejemplo cinematográfico más claro y puramente académico del término.
Aunque después llegarían otras catedrales del cine de entretenimiento para todos los públicos que podrían rivalizar en la traslación del concepto con la primera entrega de la gran saga del cine (si uno se sorprende pensando en la franquicia de Harry Potter o en la imponente trilogía de Peter Jackson está entendiendo muy bien las claves del baile), lo cierto es que aquella primera entrega de la saga de George Lucas acabó siendo más referencia que ninguna otra. Y ese «Monomito» es uno de los ejemplos más accesibles para entender que frente a la novela, esa historia inventada y firmada por un autor, con su discurrir y con pocos visos de ser maleable, sigue conviviendo el cuento, la leyenda que se transmite de boca a oreja generación tras generación y que sí admite cambios, personalizaciones y versiones, ya que la memoria, individual o colectiva, sí es maleable.
George Lucas volvió a usar el mismo patrón que podemos detectar en clásicos de la literatura como el «Ulises» de James Joyce y en no pocos westerns norteamericanos porque el cine norteamericano siempre ha sido mucho más tendente a esa transmisión oral de la historia que a la novela cerrada, poco dada a la profanación y muy propia de la vieja Europa. Y ahí aísla Pedro Vallín la tendencia de la industria norteamericana al remake, un recurso que se estila muy poquito a este lado del charco.
Y es que este conflicto cuento / novela en su naturaleza es usado por Pedro Vallín como un pilar más para defender con uñas y dientes el ensayo político, económico y sociológico que es «¡Me cago en Godard!» (Arpa, 2019), una tesis en la que su autor enfrenta a la rancia (y agotada) Europa, que abandera una libertad y un progreso ciertamente demasiado teóricos desde que hiciese saltar por los aires al absolutismo monárquico en tiempos de la revolución francesa, con la jovencísima nación que a base de barras y estrellas ha construido un paraguas de progresismo, libertad e independencia que cobija a 50 estados (cada uno de su padre y de su madre) bajo una formidable cúpula nacionalista y patriótica de consistencia modélica.
Y para defender su posición, el autor establece con mucha habilidad un acertado juego de espejos en el que Europa sale perdiendo prácticamente en todos los campos, porque el viejo continente es conservador, se ponga como se ponga, y su constante desdén por la superficialidad ha acabado convirtiendo a la cuna de la ilustración en un campo abonado para el marxismo, el estructuralismo, el neoliberalismo y los movimientos de izquierdas, siempre estos últimos en sus versiones europeas, que por supuesto son inferiores a la versión (o revisión mejorada) norteamericana. Porque en «¡Me cago en Godard!» Hollywood, un imperio edificado por judíos emigrantes europeos perfectamente plasmado en las páginas de «Un imperio propio», de Neal Gabler (Editorial Confluencias, 2015), le ha ganado la partida a Europa y su cansina pedantería disfrazada de cultura y de vanguardia desde sus primeras páginas. El egocentrismo propio del artista ha perdido la batalla frente al trabajo del artesano, la Nouvelle Vague frente al Hollywood que ni es un agente del capitalismo (tenemos la Caza de brujas del Macartismo para recordárnoslo siempre) ni es una fábrica ilimitada de entretenimiento banal (que también, que también), pudiendo encerrar en sus largometrajes mensajes de superación individual bastante más izquierdosos que la misma doctrina aplicada al colectivo, que sí domina el cine europeo. Porque hasta los superhéroes, lejos de encarnar los deseos de la derecha norteamericana más conservadora, se revelan como profundamente de izquierdas, aunque aquí al menos sí toca puntualizar que las teorías del autor del libro son indiscutibles cuando nos ceñimos a los cómics pero no tanto si miramos al cine de superhéroes de nuestros días, aquel que respeta el qué pero no así el cómo, presentándonos historias como El hombre de acero (Zack Snyder, 2013) en la que Superman se lía a guantazos en pleno Metrópolis cuando todos sabemos que si viviese en las páginas de un cómic Superman nunca habría aceptado un enfrentamiento en la ciudad, poniendo vidas en juego y dejando el lugar como el último día del Primavera Sound, y se habría llevado la contienda a algún paraje deshabitado. Aunque si hubiera hecho eso tampoco Snyder habría encontrado el prólogo perfecto para su Batman vs Superman: El amanecer de la justicia, vapuleada con gusto por el público y la audiencia cuando se estrenó en 2016. Y aunque podemos hablar con comodidad de la irregularidad general que acecha en la filmografía de Snyder, lo cierto es que también es el director de Watchmen, y ya solo con eso puede dedicarse a vaguear o a explorar cómo y lo que le venga en gana en el universo fílmico de los superhéroes.
Pero volvamos a Star Wars y recuperemos el enfrentamiento entre la tradición oral y la novela, entre la leyenda y la propiedad intelectual, porque esta saga encierra una particularidad única. Por un lado ha hecho justicia a su naturaleza primigenia, reinterpretando una y otra vez el mismo concepto, como ya hiciese el propio Lucas en La amenaza fantasma o como volvería a hacer JJ Abrams 16 años después en El despertar de la fuerza (esta vez con muchas más voces en contra), defendiendo el poder y la esencia de la tradición oral, que básicamente reside en su capacidad de contar una y otra vez lo mismo con pequeñas variaciones y sin perder el magnetismo. Pero también esta saga es un ejemplo de lo contrario, porque en su naturaleza insólita la franquicia consume la novelización del relato, de la historia oral, para convertirla en canon, en máxima cuya libre interpretación está condenada. Y aquí nos vamos a Los últimos Jedi, la película más polémica de la franquicia que dirigió Rian Johnson en 2017 y que mientras para muchos constituía un revulsivo refrescante para otros suponía una traición intolerable a ese Canon que el transmedia de la propia franquicia había ido construyendo en las últimas décadas gracias un extenso abanico de cómics, novelas, series de animación o videojuegos que han ido ampliando su universo hasta el punto que resulta necesario navegar en esas fuentes para la total compresión de algo tan limitado y tradicional como es un largometraje. ¿En qué momento hemos perdido tanto el norte como para que le espectador necesite consultar una guía visual de la película para comprender en su totalidad la narrativa fílmica? Material para otro debate, sin duda.
Y es que Rian Johnson para bien o para mal hizo saltar por los aires la nueva trilogía de Star Wars con una película que incorpora solo una evolución reseñable en la que es menester detenernos: el balance en la fuerza. Así, Johnson deja atrás el tradicional concepto de fuerza y reverso eternamente enfrentados, sin espacio para su convivencia, para abrir nuevos caminos y presentar héroes que necesitan de ambas dualidades para completarse. Una novedad que alcanza en la sala del trono de Snoke su momento álgido, secuencia en la que el realizador se desmelena y decide romper metafóricamente con la novelización de la saga, orquestando un cambio de rumbo impredecible con el regicidio de Snoke, que también lo es de las claves asumidas y somatizadas por el fandom más conservador (y numeroso) de la saga. Y ese intento por volver al relato oral más libre choca de lleno con un universo que en las últimas décadas no ha perdido el tiempo a la hora de mutar en novela gracias a ese abanico de contenidos transmedia que ha cimentado una doctrina intocable y hercúlea cuya resquebrajadura mandó a tomar vientos una trilogía entera, esperada por el espectro de audiencias y seguidores más amplio que ha conocido una saga cinematográfica. Enfrentar a Kylo y a Rey (la creatividad y la innovación inherentes a la tradición oral) contra los guardianes de Snoke (la novela, dogma intocable) es lo mejor de este capítulo, cuyo principal defecto también es esa insistencia por romper con lo viejo para alumbrar una revolución en la fuerza, pues pendiente de esta batalla personal, Rian Johnson se olvida de hacer avanzar la trama y firma un capítulo plano, de transición, más propio de una serie de 6 temporadas que de una trilogía que cuenta con unas 7 horas en total para aportar a la franquicia, y 2 ya se han usado para presentar el tablero. Todo esto condena al siguiente episodio, El ascenso de Skywalker, al sprint y al barullo, a la reconciliación recurriendo a soluciones endebles y dignas de la mejor tradición de la serie B, especialmente en esa fiesta de majaderías que es su último tramo. Ni rastro en la división Lucasfilm del talento de Kathleen Kennedy, aquella veinteañera que vivió como su primera película como productora en Universal batía el récord de recaudación en taquilla mundial en 1982 (hablamos de E.T. el Extraterrestre y la película que acaba de desbancar era La guerra de las galaxias de George Lucas) y pocos años después ya era la mujer más poderosa de Hollywood, colocando más de 200 películas en la carrera de los Oscar, y sin necesidad de abusar de nadie.
En resumidas cuentas, el hermetismo del canon frente a los necesarios huecos que debe servir en bandeja el relato oral. Una tradición oral que es propia del artesano cuya luz y creatividad brillan con especial intensidad en la costa oeste norteamericana, meta de aquellos colonos que sin ninguna protección se empujaron a conquistar el vasto oeste (y desde ahí el innegable derecho de todo ciudadano estadounidense a portar un arma en defensa propia, y por extensión de los suyos y de su propiedad) y construir una democracia desde cero. En la vieja Europa queda el elitista artista, falso progresista con miedo al cambio cuya sombra se extiende por todos sus territorios aun cuando se empeñen en ondear la bandera del liberalismo.
Una dualidad más de las que pueblan ¡»Me cago en Godard!» un título que camina ya por su segunda edición, y que en realidad es una interpretación de posturas, de verdades y de mentiras que en los últimos 250 años de esta edad contemporánea que nos ha tocado vivir hemos heredado como dogmas. En sus páginas Pedro Vallín desmonta clichés y se atreve con todo y con todos, con un adictivo estilo reservado a los grandes del periodismo, aquellos que no solo saben plantear y exponer con la información en la mano, sino que también poseen la capacidad de relacionar (os recomendamos encarecidamente que recuperéis su formidable artículo – ensayo sobre Blade Runner 2049 publicado en nuestra sección de firmas invitadas), dotados de una mirada y una memoria 360 que elevan sus textos y les convierten en instructivas cartas de conocimiento y comprensión del mundo que siempre nos ha rodeado, el que vivimos y el que está a punto de torcer la esquina. Un ensayo que democratiza conceptos, que despoja de intelectualidad las teorías sociales y económicas que nos han regido estos últimos siglos a base de efectivos ejemplos y que invita al lector a pensar, a reflexionar, a ejercitar su materia gris. Un lujo que además encuentra en el cine (una pasión) un cómplice fenomenal para ilustrar las teorías y apuntalar las ideas, y que con inteligencia se mueve en no pocas ocasiones por terrenos que admiten, como la fuerza de Johnson, una profusa gama de grises. Terrenos abonados para la provocación, para la apertura del debate (y ¡Me cago en Godard! tiene muchos puntos que discutir) y la comunicación y para que no nos olvidemos de relacionarnos y de seguir creciendo como personas gracias al encuentro y el desencuentro, con el cine como lúdico recurso para ilustrar de nuestros pensamientos, para defender nuestras posturas, para seguir construyendo nuestra personalidad. Para seguir divirtiéndonos.
Alfonso Caro
FIRMAS INVITADAS: PEDRO VALLÍN
BLADE RUNNER 2019-2049: MEMENTO DEL HOMBRE BLANCO SOBRE FONDO NEGRO