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LA VIOLENCIA QUE VIVIMOS: SOBRE EL OLVIDO QUE SEREMOS

Hace años se presentaba una propuesta de serie que mitificaba la figura del narco y lo elevaba a la categoría de mito contemporáneo. La reivindicación del narco como último reducto del individualismo del sujeto quedó desde ese momento como la única forma de entender la libertad y el individualismo en un mundo cada vez más global. Pablo Escobar se convirtió en una referencia para muchos jóvenes que no ocultaban una simpatía por una violencia más plástica que real en un contexto de lucha contra las instituciones democráticas para socavar el poder de estas. Definitivamente, los narcos se habían acabado convirtiendo en el nuevo Padrino.

La última película de Fernando Trueba juega en otra liga, pues pone los cimientos para derrumbar ese edificio incólume de la desmemoria a la que juegan muchos medios y plataformas poniéndole a la violencia nombre, apellidos y una vida. El olvido que seremos es el reverso de la violencia practicada en Narcos. Medellín vuelve a ser la ciudad sitiada por bandas paramilitares que atentan contra la cotidianeidad de sus ciudadanos y acusa con el dedo precisamente a esos que en los últimos años han ascendido a la categoría de líderes de masas gracias a plataformas que blanquean figuras que jamás deberían escapar de aquello que realmente son.

A pesar de que hace meses reseñamos la última propuesta de Fernando Trueba en nuestra web, hemos convenido revisitar esta película tras su paso por el BCN FILM FEST y entender una propuesta que creemos contiene más de una arista con la que observarla. Buque insignia del cine patrio, padre de innumerables películas y portador con orgullo de un apellido convertido en marca de la casa, Trueba se ha acabado convirtiendo en uno de los grandes gigantes de nuestro cine. Su nueva película es tierna, agradable, cruda y, ante todo, humana, un cuento de dignidad sobre la familia, el amor y, en definitiva, la humanidad que supone cumplir años, ver crecer el mundo a tu alrededor, aprender a amar más allá de los vínculos familiares, generar vida, llorar la muerte y entender un mundo que muchas veces no es el más cálido en el que vivir, pero es el único que nos ha tocado.

El olvido que seremos partía de un material ya de por si esponjoso como es la novela homónima de Héctor Abad Falcione, un material valioso con el que Fernando Trueba obra un prodigio cinematográfico para relatarnos la historia del médico, profesor y activista por los derechos humanos Héctor Abad Gómez, padre del escritor de la obra literaria. En un Medellín de los años 70 y 80 tomado por una violencia cada vez más cotidiana, el hijo pequeño de la familia, único varón, rememora una vida en casa junto a su familia que le vio crecer, pero especialmente recuerda la figura mítica de un padre que traspasó los propios límites de la familia incapaz de contener el amor que sentía hacia la gente de su ciudad y cuya postura ante la violencia le llevó al abismo por defender la dignidad humana inherente a cualquier derecho básico.

El nuevo trabajo de Trueba es difícil de describir, mas no por hermetismo o confusión de géneros en una misma película, sino precisamente por lo grandioso que significa crear una película sobre la vida, gran protagonista de una cinta que permite entender la humanidad en toda su plenitud. El olvido que seremos es, al fin y al cabo, un gigantesco lienzo en blanco donde se pinta la vida con cálidos recuerdos de la niñez y el hogar que ganan nitidez y color cuando se observan desde una adultez pintada en blanco y negro que acabó colapsando cualquier mancha de color cuando llega el ser a su adultez. El olvido que seremos es inmensa y esa es precisamente la gran cualidad de una película que pretende celebrar todo aquello que significa la vida en toda su plenitud, hasta incluso en sus momentos más lóbregos.

Nada sería posible en esta película sin unos actores en estado de gracia que consiguen insuflar a sus personajes una espontaneidad que traspasa la pantalla. La familia que vemos en la película es real: ríe, llora, pasan tiempo juntos y celebran la vida y la muerte como procesos naturales. Junto al trabajo de todas esas actrices y del único hijo varón, Javier Cámara acaba bordando un personaje enorme y tierno como el padre de esa espontánea familia que se convierte en el eje central de una propuesta que lleva los lazos familiares hasta sus límites. El lugar de esa familia es la casa, un espacio imprescindible en la película sin el cual no se podría haber llenado de vida ese territorio sembrado de emociones que es la niñez rememorada desde la crudeza de la vida adulta. La casa acaba convertida en un elemento más que simboliza a esa familia charlatana y dicharachera con la que compartimos nuestro tiempo durante las dos horas y poco que dura la película y es en esa casa donde suceden los acontecimientos más importantes de la vida de estas personas. La vida exuberante en su interior hierve de verdad en cada uno de esos planos marcados por una fotografía cálida donde casi siempre es verano y la casa acaba siendo un personaje esencial sin el cual no se entendería esta película.

El olvido que seremos por fin rubrica con nombres y apellidos la dignidad de las personas que la violencia de la droga acabó barriendo a finales de un siglo XX que nos dejó sin aliento. Era necesario que el mundo del audiovisual empezara a cerrar la etapa de la violencia narrada con pasión a golpe de serie y que desvistiera a la violencia asociada a la droga de esa pátina de ardor individualista y justiciero frente al estado para empezar, por fin, a retratar la violencia cruda que latía en Medellín y ardía en Colombia tal cual era: vidas con un grandioso mundo detrás que se evaporaron bajo una violencia que no entendía de amor y que eran anotadas con letras de sangre en las páginas de la historia colombiana.

Javier Alpáñez

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