LA CASA DE PAPEL: EL FINAL PERFECTO PARA EL ATRACO PERFECTO
Antena 3 emitió la noche del 23 de noviembre el final de La casa de papel, una de las series de la temporada. En un año plagado de nuevas producciones españolas que no solo han copado las cadenas tradicionales, sino que además han explorado nuevos terrenos como las plataformas streaming (Las chicas del cable) o los canales de pago (Vergüenza), parece que las series españolas están en su mejor momento. Pero La casa de papel ha ido un paso más allá, porque el plan estaba muy bien diseñado.
Como ya comentamos en su estreno, La casa de papel nos ofreció un piloto en el que todo funcionaba: el ritmo, la banda sonora, los actores, el tono cromático y la voz en off que no siempre es bien recibida, pero con unas excepciones muy dignas, como es el caso (junto con la voz en off de Boyd Holbrook en Narcos, obviamente). La serie de Álex Pina y Vancouver Media nos ha ofrecido 15 episodios, divididos en dos tandas (el parón de verano nos hizo esperar varios meses para los seis últimos episodios), en los que los guiones, en su gran mayoría de Álex Pina y Esther Martínez Lobato, han sido el punto fuerte de este atraco.
La casa de papel: la sociedad encerrada en la Fábrica de Moneda
El tono de Robin Hood moderno que destilaba el esperpéntico profesor en los primeros episodios dio paso a un hombre con el pulso de un cirujano y conocedor de todas las variaciones que pudieran existir en el plan, porque no solo el dinero fluctúa: el ser humano también y, si juntas ambos valores, puedes perderlo todo. Todos los espectadores lo teníamos claro: estábamos del lado de los atracadores, y no solo por el discurso de que si el gobierno roba la sociedad también, sino porque, dentro de su ilegalidad, esos atracadores tenían unos principios (algunos más que otros) y hoy en día eso es algo que tener en cuenta.
Amor, odio, pena, rabia, asco, admiración, sorpresa y mucha tensión hemos sentido con esta serie; sentimientos que nos han servido para empatizar con Río (Miguel Herrán), Helsinki (Darko Peric), Nairobi (Alba Flores), Tokio (Úrsula Corberó), Moscú (Paco Tous), Denver (Jaime Lorente), Oslo (Roberto García) y para odiar mucho a Berlín (Pedro Alonso), el verdadero antagonista de toda esta historia, el mal de toda nuestra sociedad resumido en un solo y despreciable ser. Impresionante cada una de las interpretaciones de esta «panda de desgraciados», como los ha llamado El Profesor (Álvaro Morte) en el último episodio. Uno de los pilares que ha hecho más fuerte y más creíble un guion al que pocas cosas se le pueden echar en cara.
¡Empieza el matriarcado!
Esto clamaba Nairobi, la fantástica Alba Flores (Vis a vis), en la recta final de la serie, cuando tomaba el mando de un secuestro en el que Berlín se había encargado de sembrar el pánico, de humillar y forzar a toda aquel que tuviera a bien, sobre todo, a su predilecta, Ariadna (Clara Alvarado). Una de las cosas que se agradecen de esta serie es la claridad con la que se ha hablado siempre y cómo ha expuesto en un pequeño ecosistema de un secuestro los puntos más débiles de nuestra sociedad: machismo, corrupción y la fuerza de los medios de comunicación.
Berlín lleva a cabo un papel despreciable desde el minuto uno, con ese aire de superioridad que el grandísimo Pedro Alonso (La embajada) tiene tan bien interiorizado y que nos pone los pelos de punta. Pero en el momento en el que comienza a violar a su rehén particular, la cosa cambia: el abuso de poder le lleva a creer que lo que hace no es un forcejeo, que no es un abuso, e incluso le molesta que se lo recuerden porque su perspectiva no es tal. Lo grave es que este problema que se refleja en Berlín es un problema social, donde una sociedad entera cree que, si no se ejerce la fuerza, no se está obligando, cuando existen otros cientos de métodos de coacción para someter a alguien.
La humanidad de los atracadores se iba dejando ver al correr de las horas, cuando los planes salían mal o los giros de guion inesperados nos dejaban clavados al asiento una semana más. La inspectora Murillo (Itziar Ituño) también ha sido una pieza clave en esta partida en la que todos los hombres de su alrededor se han creído con derecho a juzgarla o desacreditarla por aquello que ocurría más allá de sus labores profesionales, algo que no le ha ocurrido a ninguno de sus compañeros hombres a lo largo de 15 episodios. Quizás una pizca de sororidad entre las mujeres del atraco (más allá de los bailes y las celebraciones en ropa interior) hubiese sido la guinda perfecta para este simulacro de matriarcado, pero ya es un avance y siempre es de agradecer.
E questo è il fiore del partigiano morto per la libertà!
Este es el último verso del canto partisano que se ha convertido ya en el himno de esta serie. Lejos de juzgar si el acto en sí es justo o no, lo que está claro es que la justicia poética ha sido el regalo de esta serie y, pese a las pérdidas, el drama y la tensión, cada segundo de esta serie ha merecido la pena. Y volvemos a la gran lucha de las series españolas frente al resto de producción internacional.
A estas alturas resulta irritante tener que repetir que hay series que no deberían necesitar la coletilla de «aunque sea española», porque ya se ha dejado bastante claro que tenemos los medios, las maneras y los actores. Solo necesitamos la confianza de un público que quizás no es que huya de la serie por ser española, sino que huye de todo aquello que les haga pensar, que les remueva por dentro, que les obligue a hacer un ejercicio de diálogo con su conciencia cada semana, con su propia historia o con la que compartimos todos (como es el caso de El Ministerio del Tiempo).
Ya no hay excusas. En este mundo de aplicaciones y plataformas de visionado que nos ofrecen series de cualquier rincón del mundo cuándo y cómo queremos, el saber de qué nacionalidad es la serie es lo de menos. Debemos valorar el producto, y lo que acabamos de presenciar es una de las mejores series del año, aunque es posible que en un ranking internacional ni siquiera aparezca, pero desde aquí reivindicaremos siempre la maravillosa experiencia de haber vivido en los tiempos de La casa de papel.
Lorena Rodríguez