
Sam Rockwell abrió la veda y se llevó el Mejor actor de las sobras. Merecido. Y ojalá vengan más. Después, lo habitual (gracias, Paul Thomas Anderson). Y la primera sorpresa de la noche: Icarus se llevaba el Mejor documental. Palito a Putin. Empate a uno, pero a este no le vota ninguno de los presentes en la gala. No podemos decir lo mismo de Trump. Te estamos mirando a ti, Christopher Plummer. Seguimos.

Después de una gala con buen ritmo, pero sin gancho, llegamos a los cuatro últimos pedazos del bistec. Guillermo del Toro, con su muda y su hombre-pez, estaba cantado. Entre los actores, más de lo mismo, las actuaciones histriónicas y magníficas de Frances McDormand y Gary Oldman merecían un premio. A toda la carrera, si quieren. A la desesperación de la primera cuando le queman los carteles y al tesón del otro cuando le están hundiendo la flota. Como quieran, pero todos justos, todos en su punto.
El clímax de la noche se reservó para el premio Mejor película. Allí aparecía el taquillazo bien hecho de Dunkerque, la exquisitez de El hilo invisible y hasta el idealismo de Los archivos del pentágono. Reivindicaciones aparte, entre todas ella alzó la cabeza la más reaccionaria, la menos cruda y la más artística, artsy, que dicen los trendy. La forma del agua es la mejor película del año según los más de 7000 votantes de la Academia. La democracia está sobrevalorada, que decía un personaje de Kevin Spacey. Chuletón de merluza.

¿Y las mujeres?, se preguntarán. Pues nosotros también, la verdad. La gala del #MeToo, la de la reivindicación femenina y feminista se quedó en bluf, en impostura, en vacío. Ninguna mujer se llevó un premio importante y, en total, un nombre masculino copó nueve de cada diez premios Oscar. Lo frío de los datos, lo frío de una industria que saca pecho y se da palmaditas en la espalda, pero, a la hora de la verdad, carne cruda.
Matías G. Rebolledo