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Entre dos aguas + El Palomitrón
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ENTRE DOS AGUAS Y EL PERMANENTE PROPÓSITO DE MEJORA

Tampoco en los Goya. Tampoco en la gran gala del cine español recibió esta película alguno de los galardones que, para muchos, merece. Quizá el mayor reconocimiento llegó, sin embargo, de parte de Rodrigo Sorogoyen (Goya al mejor director por El reino): “quiero compartir este premio con Isaki, a mi modo de ver has hecho la mejor película del año”. El gerundense contestaba lanzando un beso al escenario. Poco más iba a aparecer en pantalla. El fugaz paso de Entre dos aguas por las salas sólo es comparable al poco peso que ha tenido en los premios: Concha de Oro a la mejor película en San Sebastián y Premio Especial de los Feroz (es decir, premio a la película que se considera que ha tenido un menor recorrido de lo que merece). 

Este sábado, Entre dos aguas llegaba a Sevilla con tan sólo dos nominaciones: a mejor película y a mejor director. Resulta extraño, porque se trata quizá de las dos categorías más relevantes y la película tiene aún más cosas a destacar, como la fotografía, las interpretaciones o la música, que, por cierto, corre a cargo de Refree (cantante, compositor y productor de Christina Rosenvinge, Silvia Pérez Cruz o Rosalía, entre otros) y Kiko Veneno. El equipo de la película se fue como había llegado: sin premio, sin momento de gloria. Casi como sus protagonistas.

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Dejemos atrás todo lo referente a premios, hablemos de esta maravillosa historia que bien merece la pena. El nuevo trabajo de Isaki Lacuesta retoma las desventuras de Isra y Cheíto, dos hermanos que luchan por salir adelante, interpretados por Israel y Francisco José, los Gómez Romero, en la Isla de León, en San Fernando. Quizá esta brevísima biografía sirva para ilustrar lo poco o nada de artificio que debe haber tras este título.

Hace doce años, en La leyenda del tiempo, donde empezó todo, el equipo de rodaje buscaba niños nacidos justo tras la muerte de Camarón, y así encontraron a los hermanos Israel y Francisco José. El primero, de hecho, imitaba sin saberlo el peinado del cantaor (quedan retales de ello en forma de recuerdos en esta secuela) como siendo el último eslabón de una cadena cultural que aún perdura en la zona.

Tengamos en cuenta que, de los cinco municipios con más paro de España, cuatro están en Andalucía: los cuatro en Cádiz. La gente de San Fernando tiene que trabajar, sí o sí, de cualquier cosa: ya sea de militar, pescador, narcotraficante, o rebuscando coquinas para venderlas por cuenta propia. Una mala elección puede llevarte a la cárcel, y ello puede tener, a su vez, más consecuencias. Esta angustia queda patente en todo momento no sólo en los protagonistas, sino también en todas las conversaciones de cada uno de los personajes. Y no hay mucho que hacer, porque hay lo que hay. Esta película te golpea especialmente si en algún momento has sentido que, por más que lo intentes, las cosas no van a salir.

El ritmo es necesariamente lento. Quizá sí le sobre algo de metraje, pero mucho menos del que parece a simple vista. Esto se puede hacer de dos formas: por un lado, a uno pueden decirle “la vida de aquellos hombres era realmente dura” o uno puede ver, a través de la acción, que la vida de aquellos hombres era realmente dura. Puede gustar más o menos, pero se tiene que demostrar el día a día de esa gente, hay que reincidir en ello: cometer un error, levantarse, buscar trabajo, no encontrarlo, comentarlo con los amigos, y vuelta a empezar.

Otro aspecto a destacar es la relación de esta comunidad aislada con el mundo. En una conversación acerca de cultura general, uno de los personajes reta a los otros a que le digan cinco reyes de España. Uno de los amigos contesta como lo haría un niño: “Felipe I, Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Felipe V”. El otro, nos da la clave: “yo me quedé en Juan Carlos I, ¿ese ya murió?”. Ahí te das cuenta de que a esta gente le da absolutamente igual que haya rey o república, que gobierne un partido o que gobierne otro: ese mundo a ellos no les toca ni de lejos, no les afecta lo más mínimo, porque su mundo, lo que verdaderamente les ocupa, es llevar comida a casa hoy. Y lo demás es otro planeta que ni les va ni les viene.

Por poner un ejemplo, en la película de Andrew Dominik, El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, el ritmo es igualmente contemplativo, mientras que los diálogos te mantienen alerta. Hay una licencia: los personajes son granjeros que se expresan como poetas. Eso no ocurre aquí. Desde fuera, uno podría decir que estamos ante un tropel de incultos, pero no sería justo. Y en cualquier caso su respuesta sería, posiblemente, la indiferencia: no tienen educación porque no la necesitan.

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Además de una situación irremediablemente gris, también se habla de la alegría. De la satisfacción momentánea que proporciona estar en una fiesta, con tus amigos, sin pensar ni siquiera en la certeza de la resaca al despertar al día siguiente. “Hay que vivir, Isra”, le dicen. Nos ha tocado una existencia difícil, pero ahora estamos aquí todos juntos, vamos a pasarlo bien. Resulta muy divertido (significativo también), cuando se inunda el barrio. Vemos a Israel intentando sacar el agua de casa con una escoba. Entonces la cámara mira a la calle y la gente se está bañando, los niños se tiran agua unos a otros, la abuela en bikini, y esa actitud imperante de «si viene el río, que nos pille con el bañador a mano». Lo de la vida y los limones.

Pero si hay una idea que se transmite, por encima de todo, es la desesperación ante la incapacidad de hacerlo bien: aquí no puedes cambiar las cosas según te han sido dadas. Hay una conversación, entre Isra y su amiga, en la que él dice algo así como «me voy a ir a Barcelona, o a China, pero voy a ganar dinero». Al fondo del plano vemos el mar (símbolo de libertad, un recurso que utiliza por ejemplo François Truffaut en Los cuatrocientos golpes, pero hay otros mil ejemplos), ah, pero entre el mar y ellos hay una alambrada: tú no vas a ir a ningún lado. Has nacido aquí, y aquí vas a quedarte. Es más, por mucho que te esfuerces, aquí es muy complicado que alguien te tienda una mano dado que la situación es la misma para todos.

Más dolorosa, si cabe, resulta esta idea cuando es la siguiente generación quien la hereda. En la escena final de una película que puede acabar en cualquier momento, Isra lleva a sus hijas al bosque donde, de pequeño, anotaba su altura con un cuchillo siempre en el mismo árbol. La última imagen es la mirada de este hombre hacia las niñas, dándose cuenta de que les espera exactamente lo mismo que a él a través de los años: medir su altura cada cierto tiempo en ese árbol, volver a casa, crecer, buscar un trabajo y no encontrarlo. Querer irse de allí y no poder. El ritmo de su vida va a ser lento y repetitivo: un permanente propósito de mejora.

Pablo Núñez Noriega

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Walter Murch tiene la teoría de que la felicidad es dedicarse a lo que te gustaba con diez años, y yo tengo un problema porque en mi caso no recuerdo con exactitud de qué se trataba. Mientras tanto, hablo por la radio y escribo en sitios. No confirmo que fuera lo que me gustaba con diez años pero tampoco lo descarto.