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Crítica de 86
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86: LA ÚNICA DISTOPIA ES LA MORAL

86Eighty Six— siempre me ha parecido una obra que se debate entre su propio discurso y los coletazos que da el medio en busca de una temática aún por explotar y a la que poder sacar suficiente potencial como para plasmar en forma de obra. Un juego de equilibrios entre el éxito y la recursividad enmascarada tras la faceta del drama bélico.

Shingeki no Kyojin tenía un discurso antibélico bien formulado. No lo vi venir, lo reconozco, y su cuarta temporada trazaba un elegante y terrorífico mensaje, primero sobre los niños soldado y luego sobre los estragos más personales del conflicto. La esclavitud de la guerra, el hecho de ser llamado a servir y escudarlo bajo el estandarte nacionalista no era nuevo, pero estaba recalculado a través de un concepto rompedor. Su propio concepto.

86, mientras tanto, habla una vez más del soldado invisible. De peones. Personas que se sacrifican, no por un bien nacional, sino por un sistema corroído y roto desde sus bases que necesita de piezas prescindibles que situar en el campo de batalla para levantar sus muros utópicos. Con estas, el determinante de su cara o cruz es la forma en la que se derriben dichos muros.

Hasta que sangre el acero

«No quiero morir». Ese es el mensaje que rezuma la serie adaptación de Asato Asato. Un mensaje que tarda en llegar pero que estalla con toda la fuerza posible. No es, precisamente, un secreto a voces. Con el primer capítulo de la serie bajo el título de “Undertaker (enterrador) y una base cargada de simbolismo —desde el graffiti de la república apuñalando metafóricamente a un alto mando hasta la máquina sangrando tan solo en ese primer episodio— es fácil entender cuál es el camino que tomará la obra. Lo complejo, de nuevo, es como lo hará.

Incluso así, esa cita llega. Llega, araña y se abre paso. Es un momento sincero, con una intensa carga emocional que se enciende con la facilidad de la pólvora y arde de forma lenta y consciente. Que los 86 son humanos no era ningún misterio. La propia crítica de la obra se centra, ya desde un primer momento, en cómo la República deshumaniza a su soldades para conseguir sus objetivos egoístas. Pero eso, sin ir más lejos, ya lo hemos visto en Darling in the FRANXX. La idea del piloto de mecha legendario con un sentido misterioso tiene una reminiscencia muy notable a Code Geass: Bokoku no Akito. El mensaje, por otro lado, lo hemos visto cientos de veces, pero cuando llega el daño ya está hecho.

Sin dejar de ser una combinación de todos estos conceptos, 86 sabe cómo explorar el lado humano de su relación con la guerra y la desolación y pone el peso de la balanza en manos de la distopía moral que reina sobre su ficción. Los 86 son personas, pero su deshumanización llega hasta el punto de que Lena, en su vano intento por salvarlos de esa prisión de acero, acaba por formar parte del juego. No conoce siquiera su propio nombre.

No dejan de ser peones.

Una degradación de la paz

La serie brilla, no tanto por el conflicto que plantea, sino por cómo encrudece su mundo, escena a escena. Con un sistema político afianzado en las bases del fascismo —en una clara reminiscencia a la Europa del siglo pasado— su objetivo no son tanto las fauces del racismo institucional sino la caída en desgracia de aquellos que se entienden como su versión de la raza aria. Libres del conflicto físico y con total impunidad emocional para cargar con sus crímenes, la República se construye como una fachada oscura hasta el punto de obviar sus atrocidades con tal de vivir bajo la seguridad de sus muros.

Un punto que realza a les verdaderes protagonistes de la obra —los 86— sin necesidad de romantizar su situación. Allí donde la humanidad se pierde en un falso halo de superioridad moral, el otro lado abraza la idea más sincera y pura de la sociedad, sabiendo que todos los días pueden ser el último. Sabiendo que la vida y las conexiones que crean no son más que algo efímero, una pieza puesta sobre la mesa para evitar que el enemigo llegue hasta el rey.

No deja de ser un concepto que ya hemos visto anteriormente pero sus papeles destacan por la fuerza y personalidad que se ofrece a cada miembro del grupo, a sabiendas del dolor que pueden causar sus pérdidas. Una idea que, unida al papel de Lena, comporta cierto peso existencial, que deja el papel de la guerra en un segundo plano para hablar de lo realmente importante: el sentido de la vida. Y es que su propia narrativa entra en el mismo juego que plantea para convertir a sus personajes en bombas emocionales, dispuestas a morir para arrasar con sus ideas.

La única distopia es la moral

Hay una constante sensación de ansiedad en 86. La idea de que todo se encuentra perdido, de que no hay nada que ganar. Con la sociedad tocando un alto techo amoral, un fascismo pintado de blanco y representado valores prístinos y una guerra interminable contra el avance de un ejército autómata… todo está perdido.

Parte del núcleo de su narrativa es esa idea de encontrar algo por lo que vivir. Un pequeño atisbo de luz en un mundo abnegado de pura oscuridad. Pero parece que cada nuevo paso es un paso en falso. Que la única paz se encuentra tras un fuego que lo arrase todo. E incluso así los 86 siguen luchando.

Ese frágil equilibrio que sustenta la serie se hace menos notable a medida que pasan sus capítulos hasta que, llegados a cierto punto acaba por resquebrajarse y romperse en mil pedazos. Sin necesidad de entrar en spoilers, la evolución de 86 tiende a enfocarse en esa distopía moral que se acrecenta a paso agigantado y amenaza con envolver a la obra por completo. Quizás sea pronto para emitir un juicio, no lo dudo, pero todo apunta a que esto no es más que un prólogo. Veremos que oculta su primer acto cuando se levante el telón.

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Óscar Martínez

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Escribo más que duermo. Ávido lector de manga y entusiasta de la animación japonesa. Hablo sobre ello en mi tiempo libre.