CORAZÓN SALVAJE
Baby, you’d better get me back to that hotel. You got me hotter than Georgia asphalt.
(Será mejor que me lleves de vuelta al hotel. Estoy más caliente que el asfalto de Georgia)
Lula, Corazón salvaje
Era 21 de mayo de 1990 cuando el jurado presidido por Bernardo Bertolucci decidía otorgar la Palma de Oro del Festival de Cannes a un David Lynch que, con su Corazón salvaje, había creado la que hasta hoy es una de sus películas más divisivas, vitoreada y abucheada a partes iguales. Es imposible pretender que una obra como esta, que es a partes iguales una road trip desquiciada, un catálogo de monstruos norteamericanos, una pesadilla erótica y una recreación macabra de El mago de Oz, sea plato del gusto de todo espectador. Por fortuna para el mundo del cine y sus amantes, el director de Montana tiene un objetivo mucho más ambicioso que la aprobación del público: busca el impacto emocional, una atmósfera cercana a la irrealidad que se demuestra como una autopista directa al centro de la mente del espectador, que se rige por los instintos más viscerales.
Corazón salvaje arranca con Sailor (Nicolas Cage) bajando las escaleras de lo que parece una lujosa mansión donde tiene lugar una fiesta, de la mano de su amada Lula (Laura Dern). En un instante, un hombre se acerca a Sailor con la intención de atacarlo y este acaba golpeándolo hasta la muerte ante la presencia de los invitados, entre los que también se encuentra Marietta (Diane Ladd), la madre de Lula. Apenas dos minutos le bastan a Lynch para establecer el tono del relato y las bases de la historia: el incontestable amor entre la joven pareja, los abruptos estallidos de violencia, el diálogo de fuerte connotación sexual y la obsesiva fijación de la madre por destruir a la pareja.
Pese a ser una adaptación de la novela homónima de Barry Gifford (¡publicada el mismo año del estreno de la película!), Lynch traslada la acción a su particular mundo, donde los personajes se ven obligados a caminar en la cuerda floja sobre el abismo de la locura. Es un viaje grotesco y ciertamente salvaje, en el que el director decide disminuir la simbología religiosa de la novela de Gifford y sustituirla por algo que podríamos denominar la cara B de El mago de Oz, su reverso oscuro, con su bruja mala, su bruja buena, zapatitos rojos y personajes descerebrados, desalmados y cobardes. Y, claro, un poco de Elvis: cantarle «Love me tender» a Laura Dern sobre un descapotable es, probablemente, lo mejor que ha hecho Nicolas Cage en su carrera.
Más tarde ese año, David Lynch estrenaría la serie Twin Peaks, que le granjearía la fama mundial que sus películas, dirigidas a un público más selecto, no habían terminado de facilitarle (pese al prestigio cinéfilo y sus nominaciones al Oscar como mejor director por El hombre elefante y Terciopelo azul, el público mayoritario no se hizo eco de su obra hasta que un día se decidió por asesinar a una joven llamada Laura Palmer e involucrar a espectadores de todo el mundo en la investigación del caso). De este modo, en apenas unos meses Corazón salvaje se vio ensombrecida por el fenómeno televisivo y perdida en una filmografía en la que tienden a sobresalir otros títulos.
Pues bien, desde aquí reivindicamos Corazón salvaje como una de las películas que más vivamente representan el espíritu lynchiano, con sus ángeles y demonios, con sus vísceras al descubierto y sus visitas guiadas a las profundidades del alma humana. Sugerente y estimulante, siempre fascinante, a veces excesiva, Corazón salvaje es un retrato diabólico de la América profunda y una de las piedras angulares de la cultura pop cinematográfica. Una película para gozar y sufrir a partes iguales, con unas interpretaciones gloriosas (Ladd obtuvo una nominación al Oscar y Willem Dafoe debió ser reconocido). Una obra (casi) maestra.
Alex Merino