“Esta película es para todo el que está afuera, pero también para los que siguen dentro”, cuenta Diego Vicentini sobre su ópera prima, Simón. El filme venezolano retrata a un migrante en Estados Unidos que intenta rehacer su vida después de huir de su país natal tras su participación en las protestas de 2017. El relato navega por las memorias sobre el pasado de Simón (Christian McGaffney), que al mismo tiempo se convierten en los traumas que brotan en el presente. Una lucha constante entre irse o quedarse, en cuerpo y alma. 

Es brutal (palabra simbólica en la jerga venezolana) porque trastoca los recuerdos de una tragedia. Existe una crudeza en las imágenes de Simón que no se percibe por lo explícito, sino por lo profundo de las heridas que rememora. Su director comentó que la narrativa en la película nace de numerosos encuentros que tuvo con personas que, al igual que su protagonista, se encontraban pidiéndo asilo en Estados Unidos. Una generación entera que salió a protestar por un decadente estado político, económico y social, para posteriormente enfrentarse a una nueva realidad. 

Simón es, realmente, dos personas. En Venezuela, es el que se fue. En Estados Unidos, el que llegó. Dos seres que colisionan, pero de alguna manera conviven en un solo individuo. Sentimientos que en su momento le dieron fuerza, ahora no lo dejan dormir. Sus pesadillas son un puente a los hechos que lo obligaron a migrar. Sin embargo, son las historias que se ve forzado a narrar en orden de conseguir asilo político. Simón no son solamente flashbacks a las protestas y todo el hostigamiento posterior, también involucra mucho de la vida después. Hay una historia que progresa, pero que permanentemente roza con la culpa de irse, la necesidad de quedarse y la sensación de lidiar con lo que tiene enfrente. 

La dualidad entre el Simón en Venezuela y el Simón en Estados Unidos se refleja en su aspecto. En la primera, se percibe ese liderazgo que le sale por los poros al hablarle a sus compañeros o el brío en su mirada cuando sale a las calles, representadas en humo intoxicante, escudos rudimentarios y gritos ahogados en el caos. Simón se ve en el centro de esas escenas, que pasan sin prisa en cámara lenta. Lucen como en una guerra y, el imaginario colectivo latinoamericano (especialmente el venezolano), conecta con esta figura mesiánica de Simón, cuyo nombre no deja de hacer una conexión entre el protagonista y la figura histórica de Simón Bolívar, esencial para la independencia de Venezuela. Pero ya en Miami, se nota el desgaste emocional y la obra lo traduce en un chico exhausto y perdido, sobre todo asustado, como si el temor se hubiese blindado en su tez. 

Cualquiera que se siente en una butaca y vea Simón, se dará cuenta de que el guión trae constantemente el argot venezolano a la mesa. No se busca un perfeccionamiento del discurso sino la realidad de su contenido. Los coloquialismos salen una y otra vez buscando cierta veracidad en la conversación y un apego a la manera de comunicarse entre los jóvenes, en este caso, estudiantes. 

Los creadores de Simón hablan de este proyecto como una “terapia colectiva” para todos los venezolanos, dentro y fuera del país. “Fue descubrir que la lucha no está atada a un espacio geográfico”, dijo Vicentini en uno de sus coloquios.

Karen Darlene Arretureta