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EL CRACK (1981): UNA RETROSPECTIVA

Luces en mitad de una carretera a oscuras. Un bar de carretera como faro en mitad de la noche y, en su interior, el camarero tras la barra, dos parroquianos más y, al final del local, un hombre, solitario, que cena en silencio. Dos atracadores entran en ese local de ambiente triste y suelo tomado por una suciedad común de los bares a principios de los ochenta en una España que se niega a morir mientras otra sale adelante. Amenazan y atracan a las tres personas de pie. El hombre, impasible, sigue cenando. Uno de los atracadores se acerca a él, se mofa y lo amenaza. Continúa cenando. El atracador sigue mofándose de él y se permite quedarse con su mechero hasta que, interrumpido por el atraco, deja de cenar, levanta la pistola y da por finalizado el esperpento. El miedo cambia de bando y los dos atracadores huyen en un coche que vuelve a adentrarse en la oscuridad de las carreteras de España. El hombre, estoico, vuelve a retomar su cena mientras regresa la calma al bar y el camarero se le acerca para preguntarle qué va a tomar de postre. Tras leerle toda la carta de postres, el hombre responde con un breve: “Café solo”. Sencillo, directo, al grano. Empieza la película.

Lo que acabamos de presenciar no es la introducción de una película americana, sino el inicio de la cuarta película de José Luis Garci, hoy ya un clásico del cine español que se ha acabado convirtiendo por mérito propio en una de las películas más impactantes de nuestra filmografía nacional, pero también en una rara avis de entre toda nuestra historia del cine. Hablamos de El crack. Estrenada en 1981, en su cuarenta aniversario la película nos sirve para entender una forma concreta y, por qué no decirlo, rara de hacer un cine en particular en España, una época varada entre dos momentos históricos y una perla en la filmografía de un director que un año más tarde acabaría ganando el Oscar por Volver a empezar.

El crack narra un caso sin resolver del detective privado Germán Areta, antiguo policía retirado interpretado por un magnánimo Alfredo Landa en un papel que acabaría convirtiendo al personaje en un icono del cine negro español. Equilibrando una solitaria vida personal con ilusiones por traspasar esa barrera de la soledad y una vida profesional pendiente de los casos que se le encargan, Areta recibe un día la visita de un padre desesperado que lleva años sin saber el paradero de su hija. Lo que en un principio parecía la historia de una fuga motivada por un rechazo al padre, se acaba convirtiendo en una historia mucho más truculenta que tiene su raíz en la propia historia reciente de la España de aquel momento.

La película no creció de la nada, sino que entroncaba con una tradición de cine policíaco y negro español que especialmente en la década de los 50 y 60 había recibido una buena acogida por parte del público. No era un cine negro clásico dedicado a arrojar luz sobre los agujeros que el estado dejaba en su construcción nacional, pues la censura asfixiante de la dictadura marcaba las rigideces cinematográficas imperantes, pero sentó las bases para entender una película como El crack. Esta, como cualquier gran película de cine negro, bucea en los límites últimos de una sociedad insana sobre la que se proyectan las sombras del poder de una joven democracia española recién nacida, pero se convirtió en una rara avis a causa del propio género cinematográfico que trataba, el noir, género apenas existente en España a excepción del ciclo de películas de las décadas anteriores. Garci, además, se sumerge totalmente en el movimiento cinematográfico nacional llamado “La tercera vía”, movimiento que pretende aunar los moldes de un cine crítico con sello de autor con el cine mal llamado comercial y que encontraría su gloria precisamente en los años de la Transición política y durante los primeros pasos de la democracia.

Si nos focalizamos en los intérpretes, no sólo Alfredo Landa como dueño absoluto del protagonismo de la película es digno merecedor de reconocimiento a su trabajo. María Casanova, por ejemplo, encarna al personaje femenino de la película que, curiosamente, se aleja del estereotipo de la femme fatale del cine negro para acercarlo a una imagen más cándida y cálida de la feminidad en este noir español que bebe más de la imagen de mujer entregada que el franquismo había construido y que en parte se mantenía durante los primeros años de la democracia. Su trabajo con Garci le abriría la puerta a posteriores papeles con el director durante los años siguientes. Manuel Tejada como el antagonista del filme, Miguel Rellán como ayudante de Areta o José Bódalo como el ex jefe del protagonista completan un reparto que permitiría convertir a la película en el gran artefacto cinematográfico que es hoy día.

Si una parte importante de la película viene motivada por un salvaje Alfredo Landa que devora la pantalla, otra parte tiene más que ver con un Madrid asimilado a un sucio Nueva York hasta el punto de llevar los tramos finales de la película a la Gran Manzana. Madrid no es nunca Nueva York, pero se le acerca. Sus calles son sucias y atestadas de personas; se respira el humo, sus luces de coches parados en los atascos brillan en la noche como lo hacen en Nueva York, las conversaciones entre personajes se relamen con las delicias de la ciudad americana y el boxeo, deporte americano nacional, deviene conversación habitual entre personajes que se ocultan en garitos turbios y mal iluminados entre partidas de póquer en un Madrid más sucio de lo que la capital de la nueva flamante democracia debería permitir. El mismo Alfredo Landa cumple un papel acorde al ambiente neoyorquino: meditabundo, triste, lobo solitario en una gran ciudad, personaje característico del noir estadounidense. La Gran Vía, en este caso, es escenario privilegiado de un mundo que se apaga devorado por la ambición de una sociedad ávida de vivir tras la sombra alargada del dictador. Los cines y sus películas en carteles luminosos son ejemplos de aquello que se volatiliza en un tiempo que Garci intenta atrapar, pero que se sabe irremediablemente huido.

La película lograría convertirse en una de las películas españolas más taquilleras de ese año, pero la crítica también se postraría a los pies de Garci ante un producto sublime que le daría carta blanca para rodar la segunda parte años más tarde. Admirados por un Alfredo Landa irreconocible tras la estela del Landismo o por la capacidad de Garci de llevar los moldes del cine negro a España, lo cierto es que El crack no necesito más campaña comercial que el propio boca a boca de la gente.

El crack no supuso únicamente la construcción de un clásico moderno sino también la creación de un modelo de cine negro español que por primera vez asomaba a nuestras pantallas tras la resaca de la censura dictatorial y cuya estela continuará en película venideras. El Santos Trinidad interpretado por José Coronado en No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu, 2011) o la pareja de detectives de otro gran clásico reciente español del cine negro interpretados por Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo en La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014) no se diferencian mucho de ese Germán Areta que marcaría un modelo de detective para el cine patrio, especialmente en el caso de la primera película. No en vano, Urbizu reconocería más de una vez la influencia tan honda que ambas entregas de El crack han tenido en su cine. La joven democracia recién nacida de la que acaba de surgir un país traumatizado acerca más la segunda película mencionada a la protagonizada por Alfredo Landa. El cine negro, al fin y al cabo, escarba en lo que esconde la tierra sobre la que se levanta el estado, en las raíces podridas de los fundamentos de un país, lo que hoy llamaríamos las cloacas, y tanto La isla mínima como El crack trazan un impresionante fresco de un país que muere por inercia y uno recién nacido todavía bastante cándido como para tener en consideración.

No sólo la película y su protagonista han servido de molde para posteriores películas del cine negro español, sino que esta misma película dio lugar a una segunda parte dos años más tarde llamada El crack dos, todavía en plena niñez de la democracia, y a una posterior precuela de 2019, ya sin Landa, titulada El crack cero, una película ya entrada totalmente en plena época de la resaca económica española. Viendo hoy día el noticiario nacional, podemos llegar a la conclusión de que pocas cosas han cambiado desde el momento en que Germán Areta protagoniza su primera película hasta ahora, razón de más para entender los ecos de actualidad que todavía hoy día resuenan al ver la película. El crack sentó un modelo de género cinematográfico que traza sus caminos hasta la actualidad y que se acabarán por perder en un tipo de cine que sobradas muestras ha dado de encontrar acomodo en la taquilla a pesar de la poca producción patria.

Javier Alpáñez

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