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CRÍTICA DE TOKYO GHOUL:RE 02

La demoledora combinación entre la obra original de Sui Ishida y la mano, a la hora de realizar su particular adaptación, dieron luz a uno de los éxitos más sonados de los últimos años. Pero bajo su éxito se proyecta una larga sombra. Y es que el estudio actuó de forma imaginativa a la hora de realizar su adaptación.

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Esta práctica era uno de los principales miedos frente al anuncio de Tokyo Ghoul:re. Sin confirmarse de forma indiscutible en su debut, la llegada de la secuela protagonizó algunas prácticas que chocan contra el manifiesto de Ishida. ¿Consigue encauzar Tokyo Ghoul:re su breve camino?

Dejando de lado la cordura

Los primeros pasos de Tokyo Ghoul:re fueron algo imprecisos, casi atropellados, en un poco acertado intento de incluir los primeros seis capítulos originales en su corta duración —como si del hambre de un ghoul se tratase—. Esta segunda entrega sigue esos mismos pasos, actuando como continuación directa al cliffhanger con el que cerraba «Start».

Esta vez la entrada es contundente. Unos ritmos rápidos acompañan a Haise discutiendo con su propio yo, alguien a quien conocemos mejor como Ken Kaneki. Es una dicotomía que no nos coge por sorpresa —la obra original ya giraba sobre la dualidad del protagonista y su peso moral— pero que ofrece una nueva toma de contacto y permite jugar con su extensión narrativa sin necesidad de caer en los mismos tópicos y recursos con los que jugaba su antecesora.

Pese a que la animación en su primer capítulo brillaba por su pequeño protagonismo —algo a lo que personalmente se lo dirijo a la apresurada realización de su argumento— parece que Pierrot quiere cambiar las tornas. Con unos primeros compases menos elaborados, la entrada de Kaneki al juego da la vuelta a la tortilla. El uso de unas notas de piano retorcidas, como si fuesen acompasadas por la locura, es el pistoletazo de salida. Incluso así, la escena es breve y falta de explicaciones que acompañen a la acción, pero consigue realizar una adaptación más adecuada que da paso al que siempre ha sido el punto fuerte de Ishida.

Una nueva familia

El hecho de que el guion tome presencia y se deje a un lado la acción ayuda a que la obra pueda respirar y, esta vez sí, mostrarnos todo lo que tiene que ofrecer. Parece que esa ansiedad de ghoul tan presente en los momentos anteriores se apaga y entra el turno de la reflexión.

Que Haise Sasaki y Ken Kaneki son la misma persona nunca ha sido un secreto. Ni el propio Ishida ni la adaptación de Pierrot han querido jugar nunca con ello. Sin embargo, la revelación a puertas abiertas del mentor del escuadrón Quinx sirve para que su argumento pueda cogerse de la mano y bailar con otros matices importantes. El primero de ellos es la relación del propio Haise con el resto de miembros de la CCG.

Lo vemos en su trato con Mado, quien ahora sirve como mentora del mismo. En esa visión tan diferente, en la que «Rabbit y Fueguchi» —recordemos que Haise no mantiene los recuerdos de Kaneki— son las asesinas del bondadoso Kureo Mado, un inspector que trajo grandes avances al sistema de combate contra los ghouls. Pero también lo vemos en el encuentro con Arima. En la dualidad que se presenta si superponemos las escenas correspondientes a Tokyo Ghoul √A con su secuela. En el hecho de verles entrenar, con una lenta y suave pieza de piano de fondo, sin tensión ni amenaza. Y especialmente, en la forma en que el investigador especial hace referencia al chico de forma paternal.

Pero el punto más importante lo vemos en la forma en que Haise trata al escuadrón Quinx. Ese sentimiento, de nuevo, paternofilial, la forma en que los considera su familia. Haise Sasaki no es Ken Kaneki. No es una contradicción a los párrafos anteriores, sino más bien una acotación. Y es que es de aquí de donde pende el hilo conductor de su trama, de en como la misma persona resulta en dos a sus mismo tiempo. Dicotomia. De nuevo. Pero esta vez el enfoque parece ser más maduro, más sustancial.

Los ecos del pasado

Y no es lo único que se siente más maduro. Ishida sigue jugando con esa versión retorcida de la sociedad. No utiliza actos antinaturales, sino que aprovecha los tabúes y los actos repudiados, ya sea por su origen o evolución, para darles una vuelta de tuerca en su guion. Lo notamos en la próxima misión del escuadrón, que les lleva en busca de Nutcracker, una Ghoul que hace las veces de «Ama», disfrutando con la tortura de los genitales masculinos.

No es un punto vital pero resulta satisfactorio encontrarse con esta visión tras una obertura que se privaba de la profundidad que ofrece su autor original. Y es algo que también se puede ver en sus personajes, que siguen pecando de resultar algo planos. No tanto por su carácter, sino por la forma en la que introducidos en su historia. Urie sigue teniendo su espacio, algo que funciona realmente bien con el marco que plantea el argumento, pero también han dejado que Haise pueda desarrollarse e incluso han presentado a Saiko, que promete ofrecer dinamismo al elenco de personajes.

Pero no es lo único con lo que promete jugar la serie. Los últimos segundos de capítulo —haciendo ahínco en ese dicho popular que reza «la bueno si es breve, dos veces bueno»— representan los ecos del pasado. Y lo mejor, insisto, es que se convierte en algo sutil. En algo tan simple como una escena en que dos viejos conocidos se encuentran de nuevo, ajenos el uno del otro.

La lágrima que cae del ojo de Haise habla por si sola. No solo por él, también por el alma de Kaneki. El que pasará es todavía un misterio pero la forma en la obra opta por tomar aire y respirar con calma, en ojos de un servidor, le ha sentado bien. Poco a poco y con buena letra, se suele decir. Solo queda esperar que los chicos de Pierrot sepan dar con ese buen ritmo y ofrecernos una obra a la altura en el resto de episodios.

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Óscar Martínez

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Escribo más que duermo. Ávido lector de manga y entusiasta de la animación japonesa. Hablo sobre ello en mi tiempo libre.