COLOSSAL
En su nueva película, segunda producida en Estados Unidos, cuarta de su fulgurante filmografía, parece que Nacho Vigalondo ha llegado a un nuevo nivel de genialidad. La carrera del director de Cabezón de la Sal empezó con un suspiro de ocho minutos: un musical sobre terrorismo, secuestro y ¿amor? llamado 7:35 de la mañana, candidato al Oscar. En él se marcaban las tendencias de su autor: el desparpajo formal, narrativo y, sobre todo, la marcada originalidad de sus premisas. Y su carrera siguió así. Está Los cronocrímenes, aquella construcción y destrucción del fantasma sexual en el que el protagonista viaja en el tiempo, pero solo una horita, y lo hace un par de veces más para resolver el entuerto; está Extraterrestre, en la que vacía la ciencia ficción de toda pregunta cósmica y enfoca en un encuadre minimalista de personajes; y está Open Windows, un ejercicio hitchcockiano de estilo, toda la potencia del thriller desde las dieciséis pulgadas de la pantalla de un ordenador portátil, una película que en última instancia señala al público, morboso, como culpable de los grandes males de la era de la información masiva en la que nos encontramos. Ahora vuelve a aparecer, tras pasar por numerosos festivales (entre ellos la pasada edición de San Sebastián, en la que le pudimos entrevistar) y su estreno en Estados Unidos, con la que puede ser su mejor obra.
Colossal tiene muchas cosas que contar, quizás más que sus anteriores películas. En su núcleo es un estudio de personaje, análisis de la condición humana, focalizado en cómo las adicciones, autodestructivas por definición, desatan el caos en la vida social de Gloria (impecable y encantadora Anne Hathaway), obligada a volver a su pueblo natal y a vivir en la abandonada y vacía casa de sus padres, que sigue vacía incluso cuando ella la llena. Pero también es un comentario punzante sobre el machismo, las relaciones opresivas, los juegos de poder y el empoderamiento del género femenino, y sobre cómo el influjo global de las imágenes de esta era digital es capaz de copar las portadas de diarios, llenar las bocas de periodistas que viven de las tragedias y proporcionar al usuario un sinfín de memes en los que enterrar el drama. Porque es una película de monstruos, sí, y en ella sale uno luchando con un robot gigante. Pero el monstruo más implacable de todos termina siendo el ser humano, ese despiadado, despótico y vil animal, siempre concentrado en una simple tarea: buscar pelusillas en su propio ombligo.
Colossal es una película que nadie debería perderse, por varias razones. La primera, y más importante, es la capacidad de una de las mentes más brillantes del panorama cinematográfico español de aunar, con inusuales virajes narrativos y cambios constantes de género (ambos hechos de una forma insólitamente orgánica), texto, subtexto y parábola con la brillantez del cine de autor más sesudo, pero manteniendo la dulce ligereza del cine de entretenimiento más puro y gamberro. La segunda, otro nombre propio, es Jason Sudeikis, quien demuestra tener más tablas interpretativas de las que explota en su vis cómica y compone uno de los grandes villanos del cine posmoderno con ese paleto de pueblo amargado al que le puede el aburrimiento. Y por último está el mirlo blanco de la originalidad, tan difícil de encontrar tras tantos años de contar historias.
Porque quizás por momentos parece un poco evidente el camino que toma Vigalondo, pero este se aleja hábilmente de moralizar o condenar a sus personajes o sus acciones, y deja que un aura de extrañeza haga brillar la película con un estira y afloja con el baile de géneros, que desemboca en la increíble dificultad de armar un final que esté a la altura de todas sus tramas tan tonalmente diferentes. Salta a la vista que lo consigue, y eso separa a Vigalondo de cineastas como Alejandro Amenábar y Juan Antonio Bayona, que parecen haber sacrificado el riesgo de sus primerizas obras (igual de ambiciosas que las del cántabro) y haberse atorado en un lugar común del imaginario popular. Correctos, sí, pero sin esa singularidad del genio loco que a Nacho Vigalondo le sobra (¡y que siga así!). Colossal exige al espectador un salto de fe, una predisposición del espectador que se paga con extravagancias, originalidad y un discurso feminista que cuesta de encontrar en el cine comercial. Queremos más películas como esta.
LO MEJOR:
- La actuación de Jason Sudeikis.
- El discurso de la película.
- La balanceada mezcla de géneros y tonos.
- La originalidad.
- La dirección y el guion de Nacho Vigalondo.
LO PEOR:
- Nada.
Pol Llongueras