LA CÁMARA ESPÍA EN CACHÉ (2005)
A sus 76 años, Michael Haneke, austríaco nacido en Múnich en 1942, se ha convertido en uno de los cineastas más importantes del momento, pues su provocativa forma de narrar desdibuja la imagen convencional del cine y pone al espectador en una encrucijada donde todo es posible.
El cineasta se sirve de todo medio cinematográfico, bien sea la utilización de la cámara, el sonido o incluso el «aséptico» blanco y negro, para mostrar una realidad viva y palpable de gran parte de la sociedad. Así pues, Michael Haneke, rechazando todo convencionalismo en cuanto a los estándares de tiempo, suspense o continuidad, construye películas realistas y nada simples que llegan a irritar (o incluso frustrar) al espectador.
En sus filmes, el ritmo es de lo más peculiar. El director se sirve de espacios vacíos para crear una atmósfera de irritación y nerviosismo en el espectador, así como del uso de la violencia de forma seca, bruta y sin motivación. Haneke desea provocar reacciones vivas y emotivas en el espectador, y como si fuera una piedra que coloca sobre sus hombros, les dota de responsabilidad como testigos ante problemas sociales, políticos, históricos o morales a los que nunca jamás obtendrán una solución clara en el filme. Esta es, sin duda, una de sus fuerzas.
De la mano de la película con la que ganó en 2005 el premio a la Mejor dirección en el Festival de Cannes, Caché, la angustia y la frustración del espectador se consigue de una forma muy peculiar.
Caché es un drama psicológico en el que George Laurent, un presentador de televisión que lleva una vida cómoda junto a su mujer e hijo, comienza a recibir grabaciones y dibujos inquietantes cuyo significado es un misterio. No sabe quién se las manda, pero sí que las grabaciones son desde la calle de su casa y que cada vez se hacen más personales. George siente que la amenaza se cierne sobre su familia.
Con todo ello, y dejando de lado la trama de fondo, es interesante conocer cómo estructura la provocación, la amenaza y el miedo con la cámara. Haneke comienza la película con la grabación de una casa, desde un punto fijo y exacto en el cual el espectador se sitúa, y en la que George entra con unas bolsas de la compra. En un momento ha situado al espía y al espiado, nada más. Esta primera escena es lenta y larga. Con ello consigue que el espectador se familiarice con el entorno y, por tanto, se convierta en un privilegiado que mira sin ser visto.
La cámara, esa herramienta que nos permite mirar la acción de forma voyeurística o incluso adentrarnos de lleno entre un tiroteo saliendo ilesos de él, se muestra en este filme como una realidad física, crítica y dura que jamás se hará visible.
A lo largo del filme, la familia de George irá recibiendo grabaciones y dibujos que acrecentarán la angustia tanto en el espectador como en el protagonista. Sin embargo, hay una escena crucial para entender cómo Haneke utiliza la cámara como arma y personaje.
En un momento, George, cansado de recibir grabaciones, busca la cámara desde donde están vigilando su casa. El espectador, partícipe de esas grabaciones, es capaz de situar la cámara en el entorno, por lo que él mismo también puede ser descubierto. Es aquí cuando el espectador comienza a sentir angustia por estar presente ante esta situación de acoso siendo responsabilizado, criticado y juzgado por el protagonista. Pero eso no pasa. George pasa de largo varias veces a su lado, la busca desde la ventana de su casa y dialoga con su mujer sobre la posición de la cámara. No la ve. La cámara no existe, es invisible.
Aquí el espectador, escindido en personaje-espectador, tiene dos vías para seguir con el filme. Por un lado, puede optar a seguir con el trama de la película; por otro, buscar incansablemente el lugar de la cámara y el porqué de no ser descubierto.
Michael Haneke construye un sentimiento de culpa en el observador, dotando a la cámara de un espacio, delimitándola frente a la casa y frente a unos coches, pero siendo invisible, convirtiéndolo así en espía, crítico y enjuiciado de todo lo que está ocurriendo en el filme y, por tanto, culpable del acoso. El espectador tiene que ser liberado de esa carga. Pero eso nunca pasa.
Al final de la película el director no da una respuesta clara de quién graba y manda las grabaciones.
Michael Haneke estructura la película en torno a una cámara que pasa de ser invisible y de navegar como fantasma entre los personajes a ser fija y con peso en la narración, pero igualmente imposible de encontrar. De ser una herramienta por la que mirar se convierte en el objeto culpable del acoso con el espectador como principal sospechoso de esa acción. Esa búsqueda de la cámara, el objetivo, es la que condena tanto al protagonista como al observador, y todo ello por dotarla de una situación, un posicionamiento geográfico que se vuelve invisible.
Álex TG