TODOS QUEREMOS ALGO
Etiquetada por el propio Richard Linklater como una “secuela espiritual” de la maravillosa Movida del 76, su nuevo estreno, Todos queremos algo, es, en primera instancia, una celebración de la nostalgia. Porque entre la comedia que, evidentemente, reside en la película y las reflexiones sobre la vida y la identidad que copan cada segundo de la misma se adivina una mirada tierna, casi melancólica, del director hacia un tiempo vital que quizás no es el mejor, pero en el que, sin duda, se equilibran la ingenuidad y la compresión del mundo que nos rodea. La trama, que no podría ser más simple, sigue las peripecias de un equipo de béisbol (y en concreto de un pitcher recién salido del instituto) durante tres días antes del inicio del año universitario. Y es precisamente en la simpleza de la trama de esta película donde reside su maravillosa complejidad filosófica.
Sus personajes (interpretados por un reparto eminentemente novel del que Linklater exprime talento) son la personificación de dos sentimientos combinados a la perfección: la actitud despreocupada ante la vida y el análisis de los escurridizos misterios de la misma, estrategia clásica del director tejano para magnificar el comportamiento humano en todas sus películas y convertir su obra en algo más cercano a la veneración del momento que a una historia de estructura clásica. Porque el fulgor del neorrealismo italiano ilumina cada plano de la película, demostrando una vez más que Linklater es mucho más europeo que norteamericano. Claro que hay un romance; claro que hay diálogos delirantes, y claro que expresa el drama de la existencia, pero enmarcar Todos queremos algo dentro de uno de estos géneros sería restringir su voluntad de fotografiar una manera de pensar, una etapa vital.
Richard Linklater se basta de estos personajes novatos y descerebrados, en pleno albor de la madurez y la definición de la personalidad, para plantear las preguntas universales de la filosofía. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? Esta reflexión sobre la identidad de los universitarios de los ochenta se enmarca dentro de las convenciones del entretenimiento juvenil alimentado por el alcohol, los porros y el exceso de testosterona, y no por eso diluye su potencia ni parece tratado de forma frívola. En las diferentes fiestas por las que se mueven nuestros personajes (y sus consecuentes resacas) se celebran las nuevas amistades, la competitividad, la formación de personalidad, el deleite por las mujeres, la música y la falta de obligaciones con una ingenuidad juvenil tan natural que por momentos casi abruma.
Y tan así son las cosas que esta película se puede resumir casi en sensaciones y emociones, o en sonidos agradables. Como la perspectiva de toda una vida por delante, el sabor de una cerveza en la barra de un bar disco, los primeros acordes de The Dark Side of the Moon o una canción de Van Halen. Todos queremos algo es una oda a una década pasada, que en esta película se siente tan sumamente viva que casi se puede tocar y oler (porque bien seguro que se ve y se oye), y que, tras dos horas de buen rollo evocador, se escurre casi como si fuera un sueño, de vuelta a su tiempo, pero siempre encerrada en el celuloide. Dejó escrito Milan Kundera en La ignorancia que la nostalgia es el sufrimiento provocado por el deseo no apagado de volver. Todos queremos algo es una constatación más de esas palabras.
LO MEJOR:
- La banda sonora.
- Las actuaciones del reparto eminentemente novel.
- Su poder de evocación.
LO PEOR:
- Puede no resultar tan cautivadora para el público que ahora se acerque al cine de Linklater.
Pol Llongueras