El Palomitrón

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EL ÚLTIMO TRAJE

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Si de las grandes barbaries y tragedias en las que nos hemos visto inmersos como raza humana les preguntamos cuál ha sido la más visitada en la historia del séptimo arte, probablemente “el Holocausto” sería la respuesta más repetida. El último traje es una película sobre la shoá, sí, pero es muchas cosas más. Casi todas buenas. Pablo Solarz (Sin hijos) se las arregla para dirigir esta película de carretera sin carreteras, que, como todas, trata más sobre el viaje que sobre el destino.

En unos excelsos (y muy cómodos para el espectador) 90 minutos de metraje, seguimos la historia de Abraham Bursztein, un judío polaco que se refugió en Argentina, como otros muchos, huyendo del horror nazi. A medio camino entre flashbacks de la Polonia libre y el desarrollo argumental actual, vemos como este anciano sastre intenta entregar su último trabajo a su salvador, allá por 1945.

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Pese a tratar una temática extremadamente grave, el tono de la película casi siempre es el adecuado, incluso cuando se tocan temas tan delicados como el de la memoria histórica. Todo el paso de Burzstein por Alemania podría ser un cortometraje de factura incalculable. Redención y aprendizaje. El último traje es una gran película, pero falla a la hora de las transiciones. Los cortes entre los tramos dramáticos y los cómicos no existen, y eso descoloca. Quizás la culpa de ello sea de la falta de química entre el protagonista y las distintas mujeres que le van ayudando en su pequeña odisea. El querer asociar cada localización a un rostro de mujer distinto hace que al final no podamos comprender los deseos y motivaciones de ninguna. Solo podríamos rescatar a la gran Ángela Molina, que encarna al único personaje femenino que se desarrolla por completo.

Más allá del bendito pecado de querer abarcarlo todo, una de las mayores virtudes de la película es la actuación de Miguel Angel Solá, un auténtico regalo. El argentino es capaz de transformarse en un nonagenario poliédrico. A veces es un galán, a veces un terco, un sabio o un resentido. Mil y un matices para un personaje que no hacen más que dotar de profundidad y presencia artística a la película de Pablo Solarz. El trabajo actoral de Solá queda perfectamente retratado en los últimos segundos de la película, en los que tan solo con una mirada podemos entender años de sufrimiento, años de duda, vergüenza y sentimientos encontrados. Un fotograma y unos ojos vidriosos que bien valen por una vida entera.

La absorción dramática de Solá en El último traje es tan grande que hace que el resto de los personajes se desvanezcan. Y ahí es donde el director aprovecha para usar ciertos convencionalismos que no acaban de concretarse. Natalia Verbeke nos regala unos minutos en pantalla, compartiendo carga argumental con el protagonista, que bien podrían haberse alargado o haber ahondado en ellos. Tampoco nos queda muy clara la aparición de la enfermera del final o por qué está ahí. Quizás esto es intencionado, como si fuéramos testigos de una verdadera epopeya homérica, en la que el héroe se encuentra con ayudas y males que no parecen responder a ninguna lógica, solo son desafíos que enriquecen o hacen más complicado su viaje.

Siempre se les atribuye a los hermanos Cohen aquella frase: “Hay tres tipos de película: chico conoce chica, Odisea y… de la otra no me acuerdo”. El último traje es una odisea, con un héroe tan entrañable como resentido y un camino tan espectacular como doloroso de recordar. No esperen vanguardia, pero regocíjense en uno de los mejores y más recientes ejercicios de costumbrismo de esta disciplina. Pocos se acuerdan de si Homero llegó a Ítaca, pero todos se acuerdan de las sirenas.

LO MEJOR:

  • Miguel Angel Solá. Bien vale una entrada de cine. O varias. O todas.
  • Las localizaciones. De Buenos Aires a Lodz (Polonia).
  • Un guion sin aspavientos. Hay una historia que contar y el director se centra en eso.

LO PEOR:

  • El mensaje de cierre de heridas puede malinterpretarse.
  • La falta de desarrollo y profundidad de los personajes femeninos.

Matías G. Rebolledo

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