EL TERCER ASESINATO
De todos los adjetivos que podrían definir las obras de Hirokazu Kore-eda (Nuestra hermana pequeña), quizás el que más le pertenece y más se ha ganado a pulso es el de humanista. La ausencia de villanos y la búsqueda de redención de los personajes que más se acercan a la definición tradicional de estos sitúan a su director en un terreno moral agradable, con cierta trasmisión de valores, y confeccionan obras con poso y que suscitan a su espectador una cierta reflexión de las temáticas expuestas. Podrá parecer una tontería, pero estas condiciones son mucho más difíciles de encontrar en el cine actual de lo que deberían. Otra de las virtudes de Kore-eda, y esta va más atada a su capacidad como narrador visual, es que, pese a que uno pueda catalogar sus películas como obras sin ritmo, el autor japonés imprime a todas sus narrativas una trascendente urgencia en términos de subtexto y arco de personaje. Dicho de otra manera, son los momentos de silencio y pausa, y la brillante elección de planos del director nipón, los que dan el significado último a los dramas de Kore-eda, los que hablan de forma más elocuente que sus personajes.
Todo esto se da cita en la nueva película del autor japonés, El tercer asesinato, un drama judicial en el que nuestro protagonista, Shigemori (Fukuyama Masaharu), es un abogado que se ve atrapado en el caso de un hombre, Misumi (Yakusho Koji), que ha asesinado y quemado a su jefe, y se ha entregado a la policía por dicho crimen. El caso le llega a Shigemori de rebote, porque un compañero está harto de que su representado le cambie las versiones de los hechos de forma constante. El caso, que parece un puro trámite para nuestro protagonista, empieza a enrevesarse en el momento en el que se destapan diferentes pruebas que contradicen la última versión del acusado, y Shigemori, que siempre había puesto por delante la victoria en los juzgados que la verdad, se ve atrapado por un caso que trastoca todos sus estamentos morales.
El tercer asesinato es una película de corte extremadamente clásico, con una dirección de fotografía (obra del maestro Mikiya Takimoto, que ya ha trabajado en otras obras de Kore-eda) que roza la excelencia y la sofisticación visual en las confrontaciones entre abogado y cliente, encuentros en una sala de la prisión en la que los personajes están separados por un cristal y en los que todo dialogo es superfluo y queda por debajo de la elocuencia de sus planos. Con esta maestría del lenguaje fílmico, Kore-eda aprovecha para verter sus dilemas morales y sus preguntas y divagaciones sobre la verdad, y sobre un sistema legal que prefiere resguardar sus intereses antes que permitir la justicia, además de una serie de reflexiones sobre las relaciones entre padres e hijos y la complejidad de la naturaleza humana. Todo esto, siguiendo el hilo del caso de este hombre de cuya culpabilidad no se duda, pero sí de su móvil.
Quizás hay momentos en los que el argumento se vuelve demasiado retorcido (algo que pasa en todo drama judicial que se precie), pero la mano siempre firme de Kore-eda sitúa en el plano lo necesario para entenderlo, haciendo gala de esa maravillosa virtud que comentábamos al principio: la sonoridad visual de los silencios. Al final, uno abandona la sala de cine atormentado, seguro de las imperfecciones del ser humano, y planteándose a quién le pertenece la potestad de juzgar a quien ha pecado. Y lo cierto es que resulta difícil no rendirse ante una película que nos sitúa en esos terrenos morales.
LO MEJOR:
- Las actuaciones.
- La dirección de fotografía.
- La narrativa de Kore-eda.
- El brillante tercer acto del filme.
LO PEOR:
- Pese a ser una gran película, está lejos de los grandes éxitos de Kore-eda.
Pol Llongueras