Qué duda cabe de que hace ya unos años que el cine estadounidense, en su búsqueda (y casi necesidad) de continuar manteniendo su nivel de ingresos en todo el mundo, ha invadido las pantallas, con mayor o menor fortuna, con sus adaptaciones de las aventuras de los superhéroes que nacieron, principalmente, de las factorías de Marvel y DC Comics. Y la jugada les ha salido, al menos en lo comercial, más que redonda, pues las casi todopoderosas compañías productoras saben muy bien del tirón popular del que estas historias son acreedoras, y han puesto toda su maquinaria al servicio de este fenómeno, y pocos títulos pueden rivalizar en hype y atención a la nueva aventura de estas franquicias, y casi ninguno en recaudación.
Esto representa un reto a la hora de enfrentarse a estas películas, pues aunque como espectador es difícil sustraerse del carisma de estos personajes, como cinéfilo se impone no dejarse llevar por la marea.
El cine de aventuras es, probablemente, un cine fundamental, quizá el cine de género más generoso y honesto que existe. La aventura infinita supone siempre la lucha por la dignidad, por la libertad, sobre todo la personal e íntima, y la entrega de lo mejor de uno mismo por los demás. Y al ser el género más accesible para el espectador, es también el que, por definición, más le ofrece. Creemos que desdeñar el cine de aventuras como un pasatiempo es un error en el que han caído demasiados, mientras otros éramos un poco más felices con aventuras en el oeste americano, en la jungla africana, o entre las luces de neón de una gran ciudad. El cine “de superhéroes” es exactamente lo mismo: cine de aventuras para disfrute, pero también para reflexión íntima, emocional, del espectador. Y algunas veces lo ha conseguido. Otras, no tanto. Con Superman (Richard Donner, 1978), hermoso aunque irregular primer intento, nos acercamos por primera vez, en pantalla ancha, a una adaptación más o menos seria. Los Batman (1989-1992) de Tim Burton, aprovecharon por primera vez el apoyo del marketing masivo…
…Y los Spider-Man (2002-2005-2007) de Sam Raimi, sobre todo los dos primeros, comenzaron a tomarse en serio los caracteres que, durante décadas, muchos leímos con pasión, y a ofrecer un gran espectáculo a la altura de lo que solamente el cine estadounidense es capaz de lograr. Era solo el comienzo, por que se avecinaba un megaproyecto con el que dar vida a todos los personajes Marvel, y que pudiese rivalizar con el gran trabajo que Christopher Nolan y su equipo llevaron a cabo entre 2005 y 2012 (de nuevo, sobre todo en sus dos primeras películas), en cuanto a rigor narrativo, densidad conceptual y ambición estética, para el Batman de la DC. La fervorosa respuesta de fans y espectadores de todo el mundo fue el espaldarazo definitivo para que los de Marvel Studios, decididos a sacar tajada de tanta expectación exprimiendo al máximo a los a menudo atormentados héroes que habían crecido en miles de páginas de cómics, se lanzaran, con la siempre generosa oferta de distribución de Disney Studios, a elaborar esta saga de películas que ahora, con Capitán América: Civil War (Anthony Russo, Joe Russo, 2016) tiene un nuevo éxito con el que copar las carteleras.
Pero, siendo justos, no estamos ante una gran película, ni siquiera una gran película de aventuras. Creemos que los epítetos exagerados que se han vertido sobre ella se basan más en el fanatismo que en una observación minuciosa del material que se nos presenta en pantalla. Sin paliativos y sin componendas. Civil War contiene mucha menos acción que su predecesora, la intensa y frenética El soldado de invierno (2014), de los mismos directores que esta, y su guion es mucho menos elaborado que las dos entregas “oficiales” de Los Vengadores (pues es casi imposible sustraerse de la idea de que esto es casi Los Vengadores 3), y, cuando por fin empieza la acción (y esto sucede por supuesto con la estupenda y frenética secuencia del combate en el aeropuerto), se ha malgastado tanto tiempo en una intriga de espionaje tan dispersa y poco interesante que empieza a importar poco a quienes buscábamos con esta película una aventura superlativa, en la que dos facciones del grupo de héroes se enfrentan entre sí porque, al fin y a la postre, el mundo se ha vuelto demasiado oscuro y complicado, y ni siquiera entre amigos hay ya lealtades.
Quizá lo que los guionistas, y la pareja de directores, deberían haber cuidado en primer lugar es a los personajes, porque lo cierto es que parecen prematuramente desdibujados, y que hay muy pocas escenas realmente interesantes y emocionantes, con demasiadas líneas argumentales superponiéndose entre sí, e impidiendo llegar a ninguna parte, y con algunas set pieces de acción muy bien ejecutadas, pero que dejan el paladar con ganas de más, con algo que atrape verdaderamente, no solamente una jugada de marketing de la que extraer algunas bocanadas de aventura, sino una aventura total, en la que cada decisión importe, y en la que cada uno tenga sus razones y sus motivos. Algunos esperamos algo más del cine de aventuras. Frenesí y locura, y traición y lealtad, y revelación y pasión, aunque quizá estemos demasiado inmersos en una sociedad más pendiente de los comentarios en Twitter que de un relato de acción que no te deje respiro, ni físico ni emocional.
Seguirán llegando películas Marvel. En breves, X-Men: Apocalipsis, de Bryan Singer, y otros proyectos muy anunciados que adaptan más historias de DC Comics. Y en un año, más o menos, el remate a la saga oficial de Los Vengadores. Y seguiremos comentando todo esto, y leyendo miles (o cientos de miles) de comentarios en Twitter y en todas las redes sociales, y sosteniendo, en este mundo globalizado, una industria, la estadounidense, que a veces redondea estupendas películas de aventuras. Y otras veces, se contenta con ganar grandes cantidades de dinero tirando de los fans y empleando más dinero en vender las películas que esfuerzo en escribir buenas historias.
¿Qué importa más? ¿El hype o la emoción de una imagen de aventura realmente subversiva? Nosotros lo tenemos muy claro. ¿Y el lector?
Adrián Massanet