El Palomitrón

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BERLINALE 2017: DÍA 2

Escribimos estas líneas aún en estado de shock debido a que hace apenas unas horas hemos estado a pocos metros del inigualable Geoffrey Rush. Imaginad la impresión que nos ha causado que, cuando ha pasado Stanley Tucci justo detrás de él, ni lo hemos mirado. El primero actúa en Final Portrait, dirigida por el segundo. Con esta película hemos cerrado una jornada que nos ha traído grandes alegrías y algunas decepciones.

Nuevamente queremos disculparnos por no explayarnos más con cada cinta, ya que, por ejemplo, muchas reflexiones de la primera se han quedado en el tintero por falta de tiempo.

T2 Trainspotting

La Berlinale en el PalomitrónEn primer lugar, queremos pedir perdón por si hemos malinterpretado algún diálogo o situación de la cinta. El acento irlandés es muy difícil de seguir sin subtítulos, especialmente el de Ewen Bremner y esos extraños e ininteligibles ruidos que salen de la boca de Robert Carlyle.

A pesar de eso, la experiencia ha sido muy disfrutable. Todo el equipo de la primera entrega vuelve, y no han perdido ni una gota de energía. No hay actores cansados en busca de un cheque, ni directores frustrados en busca de un éxito seguro. Todos se entregan a la historia, probablemente porque hay contenido muy interesante para explorar en ella. La evolución de los personajes en estos 20 años transcurridos es coherente, y la narración, pese a algunos lugares comunes, es bastante elaborada. Si la estructura de la original era episódica para transmitir la idea de que los personajes están atrapados y de que su vida es un círculo de errores, la de Trainspotting 2 es más lineal y los arcos de los protagonistas son más sólidos. Sin embargo, también hay gags geniales en la línea de los que hicieron especial la original (bebé en el techo, váter, la alfombra…). El guionista intenta evitar vampirizarla dosificando las referencias y subvirtiendo momentos que parecían autocomplacientes, y lo consigue (menos en un par de concesiones un poco obvias). El inicio, aunque divertido y con ritmo, no consigue estar a la altura de la primera parte (era difícil), pero el final de la segunda es más demoledor. Después de 2 horas de tono ligero con algunas pequeñas pausas dramáticas, los últimos minutos son devastadores emocionalmente y están seguidos por unos créditos perturbadores y muy oscuros.
Danny Boyle se consolida como gran explorador de la forma y de las fronteras del cine con otros medios. Su poderío e inventiva visual, aunque a veces han dañado la historia (como en Steve Jobs), no tienen límites y consiguen romper las reglas fílmicas sin que el espectador desconecte de la historia. Al contrario, animan a la audiencia a vivir la historia de Renton, Sick Boy, Spud y Begbie como si fuera la suya.

The Dinner

La berlinale en el PalmitrónEsta película, dirigida por Oren Moverman, era una de las que más esperábamos de la Berlinale. Sin embargo, una falsa asunción a partir de la sinopsis nos llevó a compararla con Un dios salvaje (aquella en la que cuatro padres se reúnen a raíz de un conflicto entre sus hijos), y este hecho ha repercutido en nuestra apreciación de la obra. Ambas comparten algunas reflexiones, pero tonalmente no pueden ser más dispares.

Este elemento es clave para disfrutar The Dinner, pues tienes que entrar en el juego que va proponiendo a medida que avanza el relato. Las metáforas que sugiere el director son tan rocambolescas que requieren por parte del espectador cierta confianza. No ayuda a hacer esta conexión el barroquismo visual ni el hiperdramatismo de algunas escenas. Por el contrario, sí que lo consigue el sarcasmo del personaje de Steve Coogan, que al principio tiene nuestro apoyo pero que se va enturbiando junto con la historia. Se vuelve tan repulsivo que ya no quieres reírte con sus ingeniosos comentarios. Hacia el final la película se vuelve moralmente críptica: propone un juego de encontrar culpables que salpica a todo el mundo.

The Dinner merece uno (o dos) revisionados para comprenderla plenamente. Creemos que es una de esas películas que gana a fuerza de repetición debido a las múltiples capas de lecturas que contiene.

Félicité

La Berlinale en El PalomitrónHablar de Félicité supone todo un reto, y es difícil de calificar nuestra experiencia viéndola. El planteamiento parecía que la encaminaba hacia una versión de Bailar en la oscuridad sin música ni manipulaciones ambientada en Kinshasa. Más adelante, el filme ha entrado en terrenos más simbólicos (conectando así con una obra anterior del mismo director, Alain Gomis, titulada Andalucia) y nos ha descolocado sobremanera. Los lugares son estados de ánimo o representaciones físicas del subconsciente de los personajes. Todo esto, más el excelente uso de la musical diegética, las transiciones voluntariamente bruscas y los contrastes entre escenas con luz y a oscuras, la hacen hipnótica y cuasionírica.

Félicité no quiere gustar al espectador, y tampoco quiere distanciarle por la vía fácil (tema presente en la cinta de la que hablaremos a continuación). No busca la comedia ni el drama efectista, sino que confía en que surja orgánicamente de los personajes y de las situaciones. Aparte de los elementos más abstractos, hay una voluntad de conseguir momentos reales, de involucrarnos con los protagonistas aproximando la cámara a la cara de los actores, usando teleobjetivos (primer plano definido, fondo borroso) o añadiendo temblores a la imagen para darle vida. Requiere paciencia, pero estos pequeños instantes de autenticidad lo compensan.

Final Portrait

Sería tramposo coronar a este filme como el peor que hemos visto hasta ahora, puesto que supone un visionado agradable y entretenido que te deja con una sonrisa al acabar. No obstante, también es intranscedente y anecdótico. El esquema de la historia es eficiente, pero es una salida demasiado fácil: una persona joven y con mucha curiosidad conoce a un artista veterano genial que hace reflexiones rompedoras (en este caso sobre Picasso y las formas de suicidarse), mas infeliz y con pocas habilidades sociales, y una improbable amistad se forja entre ellos. Este concepto no siempre conlleva una cinta fallida, como bien demostró el mismo director, Stanley Tucci, con El secreto de Joe Gould, que, a diferencia de Final Portrait, tiene un aire más auténtico.

En relación al trabajo del director, en líneas generales contiene un gran acierto y un gran fallo. En el lado positivo, se confirma que Stanley Tucci tiene muy buena mano con los actores (su carrera como intérprete le ha dado la experiencia). Da mucha importancia a los gestos y la historia avanza a través de ellos. El que aprovecha más este método es Geoffrey Rush, cuyo retrato del artista grotesco protagonista recuerda al Timothy Spall de Mr. Turner. El punto negativo es que la dirección a veces resulta demasiado artificial, se hace notar innecesariamente.

Mañana sufriremos con One Thousand Ropes, nos sentiremos perturbados con Pieles, nos pondremos existencialistas con Pokot, nos divertiremos con Viceroy’s House y nos emocionaremos con Una mujer fantástica.

Pau Jané

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Cinéfilo en constante evolución. Escuchando en bucle la soundtrack de El gran Lebowski. Perdido entre videos de Tony Zhou. Esperando la carta de Hogwarts.