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LOS CHICOS: RETRATO DE JUVENTUD EN LA ESPAÑA GRIS DE LOS 50

Entre El pisito (1958) y El cochecito (1960), dos de sus películas más populares y aplaudidas, Marco Ferreri rodó en España Los chicos (1959). Aunque no goza de tanta fama, no deberíamos considerarla una obra menor. Hija del neorrealismo, víctima de la censura que obligó a despojarla de alusiones a la guerra civil, supone un retrato certero de la juventud de una época concreta y un marco social específico, como posteriormente lo serían Rebeldes, West Side Story, The Wanderers, American Graffiti o Movida del 76.

En 1960 fue proyectada en un festival de cine de Valladolid y originó en la prensa del momento una catarata de crónicas, críticas y cartas al director. Unos estaban a favor, otros en contra. Todo esto puede consultarse en el número 12 de Cinema Universitario, de julio de 1960, disponible en la web de Cervantes Virtual.

Protagonizada por cuatro muchachos no profesionales, Los chicos nos presenta a Andrés (José Sierra), El Chispa (José Luis García), Carlos (Alberto Jiménez) y El Negro (Joaquín Zaro), un grupo de amigos que tratan de salir adelante en la España gris y sórdida de finales de los años 50. El punto de reunión habitual es un kiosco en el que trabaja Chispa. Allí deciden sus planes vespertinos y nocturnos, hablan de mujeres y a veces discuten con algunos de los extraños compradores o curiosos que se acercan por el puesto.

Las aflicciones de cuatro adolescentes en la postguerra

Cada uno arrastra sus preocupaciones, sus sueños y sus pequeñas angustias:

Andrés ejerce de botones en un hotel, pero su ambición es el toreo. Procura conocer a los maestros y relacionarse con las gentes del oficio. Por eso un día decide que saltará a la plaza como espontáneo para que se fijen en él.

El Chispa atiende el kiosco de su padre, un hombre con una dolencia en la pierna que, antes de su intervención quirúrgica, deja todo arreglado para que el muchacho se quede con el puesto de venta si él no sale vivo del quirófano. A pesar de su conducta campechana, no parece un tipo feliz por esa servidumbre continua hacia el negocio. Y está secretamente enamorado de la hermana de Carlos.

Carlos, al contrario que sus amigos, no trabaja: estudia. Eso le impide, algunas noches, salir con ellos a divertirse. Por si fuera poco, tiene encima de él a un padre autoritario, sólo preocupado por abroncarle. Al estudiante le obsesiona su vecina, una vedette de revista o espectáculo de variedades, que simboliza el deseo sexual.  

El Negro trabaja de mecánico en un taller. Su madre (interpretada por María Luisa Ponte) está separada y mantiene una relación con otro hombre, lo que angustia a su hijo hasta el punto de espiarles en la calle y seguir sus pasos para averiguar dónde pasan las tardes.

Entre reuniones, tardes de estudio y horas de trabajo, los chicos tratan de sobrellevar la grisura de la época como pueden: intentando ir al cine, a los toros y a las ferias y citándose con chicas. No hay más. No había mucho más, entonces. Salen con ellas, bailan el chotis, beben cervezas y refrescos, fuman pitillos. Se mueven por el barrio de Salamanca de Madrid y a veces recorren otros distritos de la ciudad.

 

Los chicos retrata una época difícil donde, además de las represiones y la dictadura, imperaban un machismo férreo y una conducta paternalista y patriarcal que volvía todo más asfixiante. Esto desemboca en contradicciones difíciles de aceptar ahora. Por ejemplo, en una de las secuencias más notables Ferreri nos muestra a los chavales acercándose a uno de los cines de Callao para ver una película protagonizada por Sofía Loren. En la fachada ven un aviso que dice “SÓLO PARA MAYORES”. Tras comprar las entradas, el portero les impide pasar porque no cumplen la edad requerida. El Negro dice: “Nosotros leemos y trabajamos, ¿es que no podemos ir al cine?”. Ésta es la contradicción: no podían entrar al cine porque eran menores, pero ser menores no les impedía emplearse en kioscos, talleres y hoteles.

El entusiasmo narrativo de Ferreri

Durante 80 minutos asistimos a ese despliegue de costumbres urbanas, de sueños que no se cumplen o se cumplen a medias, de criadas que tienen que llevarse a los bebés porque sus progenitores no aguantan que lloren en la mesa, de hombres de gesto hosco y modales bruscos, de señoras que se quejan de sus sirvientas, de carniceras que abofetean a sus hijas tras el mostrador y delante de la clientela…

Una atmósfera deprimente. Pero lo interesante de Los chicos es que Ferreri la dirige con entusiasmo, casi como si fuera una comedia amarga, sin abandonar la esperanza. Puede que por eso tengan una presencia constante las películas y las mujeres en las vidas de estos muchachos: las únicas tablas de salvación, los únicos alivios junto a la feria y los bares. En el kiosco del Chispa siempre vemos, de fondo, numerosas revistas de cine (Fotogramas entre ellas). Uno de ellos está obsesionado con Sofía Loren. Y vemos un par de salas por fuera, sea porque los personajes pasan por delante de sus fachadas o por el intento frustrado de entrar al pase de noche. Y luego están las chicas: con las que quedan y con las que no se atreven a citarse (la vedette, por ejemplo, mayor que Carlos y con novio).

Si alguien espera que al final suceda un desenlace típico o que Ferreri nos arroje una moraleja, se llevará un chasco. Los chicos termina con una estampa de la ciudad en una tarde de lluvia. Los chavales no han resuelto sus cuitas. De momento no han cumplido sus sueños. Todo sigue igual. Nada cambia. La vida gris continúa. 

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