LA TORTUGA ROJA
La tortuga roja, una coproducción franco-japonesa, destaca por ser la primera vez en que Studio Ghibli (Mi vecino Totoro, El viaje de Chihiro) viaja más allá de la frontera nipona, atraídos por el trabajo de Michaël Dudok de Wit en el cortometraje animado Padre e hija, que le valió un Oscar en el año 2001.
Un náufrago se ve atrapado en una isla desierta de la cual hará esfuerzos por escapar. La premisa nos es conocida a todos, la sembró Daniel Defoe a comienzos del siglo XVI con Robinson Crusoe, y desde entonces no ha hecho más que brotar y florecer. La tortuga roja se nutre de esta simiente, pero lo hace para contarnos una historia sobre la cotidianidad que resulta en una obra, paradójicamente, única.
La película se aleja del estilo anime de otros proyectos del Studio Ghibli. El dibujo, que se realizó durante cinco años, destaca por estar totalmente hecho a mano. Esto no significa que De Wit no se mantenga fiel a la esencia el estudio nipón, pues disfrutaremos una vez más de una oda a la naturaleza, al respeto por aquello que nos rodea. Esta vez, eso sí, sin los personajes místicos que pueblan muchas de las fábulas de Hayao Miyazaki (artista insignia de la compañía). En esta ocasión, los personajes nos son conocidos, pero no por ello dejan de evocar cierta espiritualidad. Nos encontramos ante una fantasía terrenal.
Por supuesto, también destaca la ausencia total de diálogo. Si bien durante gran parte de la producción De Wit contemplaba incluirlos, fue el Studio Ghibli quien le propuso dar un giro a algunas escenas y suprimirlos. Esto dio paso a la obra como la conocemos actualmente. Y, sin duda, fue todo un acierto. Gracias a ello, la película nos concede mucho más margen para la interpretación, a la vez que brinda al conjunto una poesía visual que los diálogos podrían haber quebrado. Debe ser la falta de diálogo la que dota al espectador de un nuevo sentido que le permite apreciar con mayor viveza el resto de elementos. La imagen y la música (¡qué música!) danzan ante nosotros contándonos mucho más de lo que es capaz la voz.
La banda sonora, a cargo de Laurent Perez del Mar, es espectacular. Es totalmente redonda, funciona perfectamente desde que comienza el filme hasta que concluye. Es una música orquestal que se comporta como un personaje más, dotando de vida a una isla que, sin duda, no está tan desierta. Funciona como un organismo vivo que nutre el filme en todos los aspectos, desde que se enciende hasta que se apaga el proyector. Y de eso mismo podemos decir que trata la película: de la vida, de su ciclo. De cómo la vida se enciende, transcurre y se apaga. Pero todo esto se nos transmite con una sutilidad pasmosa, como una metáfora que cada uno puede interpretar libremente. Esto también significa que estamos ante el otro cine, aquel en el que el espectador recoge gran cantidad de sensaciones para después desgranarlas poco a poco, ordenando lo vivido, durante las horas siguientes. Esto puede significar que la película no enamore a quienes les gusta ir al cine a consumir un producto recogido, clasificado y empaquetado, aunque igualmente es probable que se lleven consigo sensaciones agradables. Difícil es también contestar a si es una película que vaya a interesar al público infantil. Si bien no está dirigida a niños, porque, como ya comentábamos, la sutilidad con la que se desarrolla la historia no deja cabida a los momentos de acción, los mensajes de la película son arquetípicos y universales, y revisita genuinamente valores que normalmente cultivan las películas y la literatura infantil.
En conclusión, estamos ante una película maravillosa que buscará mostrarnos cómo todo se mueve aunque nosotros nos quedemos quietos. Que somos una pequeña parte de una inmensa realidad y que en nuestra mano está el saber disfrutar de lo que disponemos. Una película que no tiene diálogo, pero que no deja de susurrarnos emociones al oído, dejándonos mudos ante los títulos de crédito.
LO MEJOR:
- Los sentimientos que despierta.
- El cuidado trabajo visual.
- La banda sonora.
LO PEOR:
- Que no sea tu cine.
Eloy Rojano