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EL HILO INVISIBLE

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Dijo Mario Benedetti, o eso dicen que dijo: «La perfección no es más que una preciosa colección de errores”. Esta semana llega a las salas una de las galerías, pues, más completas de lo que llevamos de siglo. El hilo invisible que teje el siempre exquisito Paul Thomas Anderson (P. T. A.) es una obra maestra. Orfebrería, magia y lo que quieran ponerle. Un susurro (maldito adjetivo mediante) perfecto.

A priori, encerrarse en una sala a oscuras para ver una película de P. T. A. con Daniel Day-Lewis de protagonista siempre encandila. Más sabiendo que se trata de la última película que rodará el mil veces galardonado actor londinense. Y es precisamente en Londres donde se desarrolla la acción. Un diseñador, inspirado de lejos en el mítico Balenciaga, se encuentra en crisis existencial superflua, sin musa a la vista. Un perfeccionista empedernido, un enfermo, al fin y al cabo. Pronto conocerá al personaje de Vicky Krieps, el foco de su infección, una pandemia con las medidas perfectas. Según el convaleciente, claro.

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La cinta que traza Daniel Day-Lewis alrededor del cuerpo de su contraparte femenina está tirado con la misma delicadeza con la que P. T. A. dibuja una película contagiosa. Una presencia fantasmagórica acompaña cada escena del filme. Uno tiene la sensación de ver la mano misma del director moviendo a los personajes, jugando a ser Dios. El hilo invisible es, pues, como conocer un misterio que nadie conoce, como compartir una confidencia ignota, como saber que se tiene el poder de cambiarlo todo en una exhalación. Al oído. Con un tono de voz muy bajo. La película es sensualidad, es poder y es secreto.

Volviendo a las palabras del más ilustre de los uruguayos, El hilo invisible es una pinacoteca entera llena de manierismos y cargas de pincel que acaban por componer una colección de valor incalculable. El filme de P. T. A. se apoya en sus fallos para hacerse grande. Como la Piedad Rondanini, de Miguel Ángel, que traza figuras flotantes e ilógicas para crear un efecto onírico en la frialdad del mármol de Carrara, la película que nos ocupa se sirve de los roles del genio imbécil y la fierecilla domada para subvertirlos y hacernos caer en un estado febril.

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En su poema Hombre que mira un rostro en un álbum, Benedetti apunta: «Hacía mucho que no encontraba a esta mujer/ de la que conozco detalladamente el cuerpo». Y así podría cantar también el Reynolds Woodcock al que da vida un Daniel Day-Lewis que agota adjetivos con cada interpretación. Sigue Benedetti: «De pronto ella emerge del susurro evocante / y en voz alta sostiene / que los obreros entienden muy poco / que el pueblo en el fondo es más bien cobarde”. Y así la Alma que encarna Vicky Krieps se reivindica y da un golpe en la mesa, real y metafórico, como mujer cosida sin costuras, atada a su propio interés. Pero atada, al fin y al cabo.

El susurro que señala Benedetti es la única palabra que puede contener de algún modo a El hilo invisible en su grandiosidad (y por qué no, grandilocuencia) cinematográfica. Cada plano es un regalo y cada diálogo imprime una capa artesanal al personaje que la dice. Y cuando uno ya está totalmente entregado a las manos de Paul Thomas Anderson, aparece la banda sonora de Jonny Greenwood. El compositor, que ya había trabajado con el director en Pozos de ambición o The Master, se revela como el contrapunto perfecto al ritmo pausado de la cinta. Las notas batallan sin armadura, como un do mayor, contra la enfermedad que contagia a la película hasta vencerla. Si el guion de P. T. A. es un susurro infeccioso, la vacuna antiestética es la armoniosa ofrenda de Greenwood.

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Quiere el calendario, y la siempre dictadora temporada de premios, que los 130 minutos de El hilo invisible lleguen ahora a nuestras pantallas. Y decimos los 130, porque hasta el último de los créditos merece la pena ser presenciado. Al fin y al cabo, la película es el grito de un loco y el susurro de un enfermo. Un deseo póstumo y una reminiscencia con ecos de Aldrich. De Kubrick. No sabemos si a Benedetti le hubiera gustado la película, pero esto dejó escrito: “No me importa que hable en voz alta / mejor dicho: no quiero que regrese al susurro”. Ojalá Paul Thomas Anderson vuelva pronto, con susurros o sin ellos.

LO MEJOR:

  • La delicadeza con la que está rodada, una dirección magistral.
  • Su banda sonora, que no solo la engrandece, sino que compite con ella.
  • El neoclasicismo que desprende es un antes y un después en este siglo.

LO PEOR:

  • La Academia la obviará. No lo hagan ustedes.

Matías G. Rebolledo

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